En mi opinión, las letras mayúsculas de los episodios nacionales, los atuendos vistosos de las personalidades eminentes y los escenarios solemnes de los actos suntuosos ocultan, en ocasiones, la esencia íntima de los valores humanos. La talla de una persona y la categoría de un pueblo -igual que ocurre con el sabor de un plato bien condimentado- dependen, más -que de los adornos- de esas cualidades morales y de esas virtudes espirituales cuyas raíces están ocultas en las entrañas íntimas de las conciencias.
Ésta es la razón por la que, aplicando los principios, los criterios y las pautas evangélicos, hemos de afirmar que son más importantes las personas que los personajes. Si observamos con atención, podemos llegar a la conclusión de que, frecuentemente, poseen mayor calidad humana algunos seres que, impropiamente, llamamos “anónimos”, y esos individuos ignorados que, aunque no exhiban títulos rimbombantes, poseen, como es natural, nombres y apellidos. Por eso, cuando nos referimos a políticos, a científicos, a artistas, a sacerdotes o a deportistas, deberíamos destacar, sobre todo, esas cualidades escondidas que definen su talante más que su talento, su ética más que su estética, su bondad más que su santidad, su sencillez más que su grandeza, su sobriedad más que su exuberancia, sus silencios más que su elocuencia y su discreción más que su pedantería. Por eso deberíamos prestar mayor atención a los enfermos, a los minusválidos y a los que, en el atardecer de sus vidas, no ocupan los elevados sitiales, han abandonado las confortables poltronas y se han despojado de capisayos, de insignias, de uniformes y de galones. Entonces es cuando podemos descubrir, para valorarla y para imitarla, la verdad que llevan dentro. ¿Creéis vosotros, -nos pregunta el Papa Francisco- que las prostitutas y los pecadores, sólo nos precederán en el Reino de los Cielos?.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente, sobre el sentido de la dignidad humana en «Hacia un nuevo humanismo».
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