La cultura, entendida como una dimensión constitutiva de la presencia humana en nuestro tiempo y en nuestro espacio, exige que la alimentemos adecuada y permanentemente. La desnutrición cultural -igual que la alimenticia- nos produce debilidad mental, enfermedad psicológica y muerte social, y, si la dieta cultural no es sana, equilibrada y completa, adelgazamos o engordamos culturalmente de una manera peligrosa. Por eso, hemos de elegir los alimentos que incluimos en los menús culturales para evitar empachos y vómitos. Como ocurre con la anorexia y con la bulimia, los trastornos alimenticios culturales se caracterizan por su cronicidad, por su resistencia a los tratamientos y por sus sucesivas recaídas.
Los desequilibrios culturales generan deformidades, hipertrofias y unas consecuencias tan peligrosas como la desgana, la apatía, las repugnancias, las arcadas, la desnutrición o el raquitismo: nos quita las ganas de vivir. Por eso hemos de hacer crecer armónicamente las diferentes dimensiones que nos definen como seres humanos, ampliar el abanico de los gustos y, sobre todo, cultivar la sensibilidad para analizar, vivir y disfrutar de acuerdo con nuestro proyecto personal de ser humano y nuestro ideal de íntimo bienestar mediante el cultivo de valores éticos y espirituales, o, más concretamente, siguiendo las pautas de una vida solidaria, austera, laboriosa, humilde y esperanzada. Para sobrevivir como seres humanos hemos de escuchar más que hablar, servir más que mandar, esperar más que temer, aprender más que enseñar, perdonar más que castigar y amar más que aborrecer.
En este sentido, hemos de interpretar las palabras del Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Parolin, cuando denuncia que solo con "las fuerzas del mercado", especialmente si están privadas de una "adecuada orientación ética" no se pueden resolver los problemas del mundo y de la sociedad: las crisis del calentamiento global, de la pobreza y de la exclusión. Por eso él explica con claridad y con valentía que necesitamos cambiar de dirección cultural y asumir "el sentido de responsabilidad" hacia el medio ambiente, pero también un "desarrollo humano integral para todos los pueblos presentes y futuros".
Los desequilibrios culturales generan deformidades, hipertrofias y unas consecuencias tan peligrosas como la desgana, la apatía, las repugnancias, las arcadas, la desnutrición o el raquitismo: nos quita las ganas de vivir. Por eso hemos de hacer crecer armónicamente las diferentes dimensiones que nos definen como seres humanos, ampliar el abanico de los gustos y, sobre todo, cultivar la sensibilidad para analizar, vivir y disfrutar de acuerdo con nuestro proyecto personal de ser humano y nuestro ideal de íntimo bienestar mediante el cultivo de valores éticos y espirituales, o, más concretamente, siguiendo las pautas de una vida solidaria, austera, laboriosa, humilde y esperanzada. Para sobrevivir como seres humanos hemos de escuchar más que hablar, servir más que mandar, esperar más que temer, aprender más que enseñar, perdonar más que castigar y amar más que aborrecer.
En este sentido, hemos de interpretar las palabras del Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Parolin, cuando denuncia que solo con "las fuerzas del mercado", especialmente si están privadas de una "adecuada orientación ética" no se pueden resolver los problemas del mundo y de la sociedad: las crisis del calentamiento global, de la pobreza y de la exclusión. Por eso él explica con claridad y con valentía que necesitamos cambiar de dirección cultural y asumir "el sentido de responsabilidad" hacia el medio ambiente, pero también un "desarrollo humano integral para todos los pueblos presentes y futuros".
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente, sobre el sentido de la dignidad humana en «Hacia un nuevo humanismo».
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