Las experiencias personales de todos nosotros nos confirman que, para alcanzar y para conservar el bienestar, es necesario, no sólo pensar bien sino también sentir bien y actuar bien. Hemos de reconocer, sin embargo, que nacemos sin saber los métodos adecuados y que, con frecuencia, nos equivocamos al aplicar unas fórmulas que, a primera vista, juzgamos acertadas pero que, en la práctica, nos llevan al fracaso. Por eso, a lo largo de toda la vida, hemos de hacer diferentes pruebas con el fin de encontrar las ideas y las emociones que, hábilmente conjugados, nos orienten hacia ese conocimiento personal del bienestar posible.
Hasta hace poco tiempo, aplicábamos la palabra “inteligencia” para referirnos sólo a las operaciones del conocimiento como, por ejemplo, los ejercicios de la memoria, de la argumentación, del análisis o de la síntesis, esas tareas que nos servían para plantear y para resolver problemas científicos o filosóficos. En la actualidad, sin embargo, los psicólogos y los neurólogos reconocen la importancia “intelectual” de las operaciones no cognitivas como, por ejemplo, la “inteligencia social”, ese conjunto de habilidades que nos ayudan a conectar, a dialogar, a comprender y a colaborar con otras personas, o la “inteligencia emocional”, esa serie de destrezas que nos permiten interpretar y expresar, de manera equilibrada, nuestras propias emociones y entender los sentimientos de los demás.
Podemos afirmar que la persona es inteligente cuando, manteniendo un equilibrio entre esos dos grandes sectores del cerebro -el cognitivo y el emocional-, es capaz de entenderse a sí mismo, de convivir en paz con sus convecinos y de encontrar su lugar en el mundo y en el tiempo en el que vive. Para lograr esa meta, sea cual sea nuestra edad, tenemos que seguir aprendiendo a pensar, a sentir, a valorar, a amar y a tratar las cosas y a las personas. Un procedimiento practico y eficaz es el de expresar, de manera clara, correcta y desinhibida, nuestros sentimientos de respeto, de amistad y de cariño a nuestros familiares, convecinos, paisanos e, incluso a nuestros visitantes. ¿Cuántas veces y a cuantas personas -me pregunto- he repetido hoy con palabras, con gestos o con acciones la expresión “te respeto, te admiro o te quiero”?
Hasta hace poco tiempo, aplicábamos la palabra “inteligencia” para referirnos sólo a las operaciones del conocimiento como, por ejemplo, los ejercicios de la memoria, de la argumentación, del análisis o de la síntesis, esas tareas que nos servían para plantear y para resolver problemas científicos o filosóficos. En la actualidad, sin embargo, los psicólogos y los neurólogos reconocen la importancia “intelectual” de las operaciones no cognitivas como, por ejemplo, la “inteligencia social”, ese conjunto de habilidades que nos ayudan a conectar, a dialogar, a comprender y a colaborar con otras personas, o la “inteligencia emocional”, esa serie de destrezas que nos permiten interpretar y expresar, de manera equilibrada, nuestras propias emociones y entender los sentimientos de los demás.
Podemos afirmar que la persona es inteligente cuando, manteniendo un equilibrio entre esos dos grandes sectores del cerebro -el cognitivo y el emocional-, es capaz de entenderse a sí mismo, de convivir en paz con sus convecinos y de encontrar su lugar en el mundo y en el tiempo en el que vive. Para lograr esa meta, sea cual sea nuestra edad, tenemos que seguir aprendiendo a pensar, a sentir, a valorar, a amar y a tratar las cosas y a las personas. Un procedimiento practico y eficaz es el de expresar, de manera clara, correcta y desinhibida, nuestros sentimientos de respeto, de amistad y de cariño a nuestros familiares, convecinos, paisanos e, incluso a nuestros visitantes. ¿Cuántas veces y a cuantas personas -me pregunto- he repetido hoy con palabras, con gestos o con acciones la expresión “te respeto, te admiro o te quiero”?
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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