Pasear.
Este fin de semana -queridos amigos- me he limitado a dar un “paseo gaditano”: he repetido ese recorrido circular que empieza en la Plaza de San Juan de Dios, sigue por la calle Pelota, por la Plaza de la Catedral, por Compañía, por la Plaza de las Flores, por la calle Columela, por El Palillero, San Francisco, calle Nueva, y termina nuevamente en la Plaza de San Juan de Dios.
En esta ocasión, mi propósito no ha sido cultural ni comercial: este trayecto no me ha servido para repasar nuestra historia, no me he detenido bajo los toldos del Corpus a contemplar esa mezcla de estilos neoclásico e isabelino del suntuoso edificio de nuestro Ayuntamiento, ni me he sentado en uno de los bancos para escuchar las campanadas de “El amor brujo”, esa melodía de Falla con la que su reloj nos marca las horas. He pasado de largo por delante de la Catedral sin fijar mi atención en su fachada para identificar cuáles son sus elementos barrocos, sus rasgos rococós y sus componentes neoclásicos.
Tampoco me he entretenido para disfrutar con la variedad de plantas que se exhiben en esa encrucijada florida en la que desembocan las calles más concurridas y comerciales de nuestra Ciudad y en la que, histriónicamente, se luce la otra casa “colorá”, el corpulento edificio de Correos de estilo regionalista con algunos matices modernistas. No me he parado ante los escaparates deslumbrantes en los que se exponen los nuevos modelos de la moda de verano y los últimos saldos de las rebajas del mes de junio.
Me he limitado a pasear tranquilamente observando los vestidos, los andares, los gestos y las expresiones de los que por allí transitan y que, presurosos, se dirigen a efectuar algunas compras o a realizar gestiones burocráticas. Me ha llamado la atención de manera especial cómo el ritmo de los que se acercan a esta plaza es sensiblemente diferente del de los que emprenden el camino de regreso: ¿será verdad -me he preguntado- que la meta final de todos nuestros recorridos vitales sea regresar al punto de partida?
Tengo la impresión de que los sucesivos impulsos que experimentamos a lo largo de toda nuestra existencia nos empujan, paradójicamente, para que regresemos al claustro materno, a nuestro primer hogar, a nuestras primeras sensaciones y, en definitiva, al alejamiento del mundo y al silencio, a la quietud y a la desaparición. Emprender el camino del regreso es una de las maneras, quizás inevitables, de dirigirnos al futuro. Si penetramos en el fondo íntimo de nuestras aspiraciones más profundas, podremos comprobar cómo permanecen agazapadas muchas de las experiencias de nuestra niñez. Regresar al futuro es, más que una ingeniosa paradoja, una explicación elemental del sentido de nuestros deseos.
En más de una ocasión me habéis preguntado -queridas amigas y amigos- si la vida es un viaje en busca de un destino, una aventura hacia un mundo desconocido o un mero paseo de recreo. Aprovecho esta oportunidad para deciros que, en mi caso al menos, la vida es un recorrido esperanzado de encontrarme con algunas de esas personas que, cómo vosotros, me revelan mi propia imagen. Estoy plenamente convencido de que algunos encuentros encierran semillas fecundas que, si las cultivamos con esmero, germinarán y nos proporcionarán cosechas abundantes.
En esta ocasión, mi propósito no ha sido cultural ni comercial: este trayecto no me ha servido para repasar nuestra historia, no me he detenido bajo los toldos del Corpus a contemplar esa mezcla de estilos neoclásico e isabelino del suntuoso edificio de nuestro Ayuntamiento, ni me he sentado en uno de los bancos para escuchar las campanadas de “El amor brujo”, esa melodía de Falla con la que su reloj nos marca las horas. He pasado de largo por delante de la Catedral sin fijar mi atención en su fachada para identificar cuáles son sus elementos barrocos, sus rasgos rococós y sus componentes neoclásicos.
Tampoco me he entretenido para disfrutar con la variedad de plantas que se exhiben en esa encrucijada florida en la que desembocan las calles más concurridas y comerciales de nuestra Ciudad y en la que, histriónicamente, se luce la otra casa “colorá”, el corpulento edificio de Correos de estilo regionalista con algunos matices modernistas. No me he parado ante los escaparates deslumbrantes en los que se exponen los nuevos modelos de la moda de verano y los últimos saldos de las rebajas del mes de junio.
Me he limitado a pasear tranquilamente observando los vestidos, los andares, los gestos y las expresiones de los que por allí transitan y que, presurosos, se dirigen a efectuar algunas compras o a realizar gestiones burocráticas. Me ha llamado la atención de manera especial cómo el ritmo de los que se acercan a esta plaza es sensiblemente diferente del de los que emprenden el camino de regreso: ¿será verdad -me he preguntado- que la meta final de todos nuestros recorridos vitales sea regresar al punto de partida?
Tengo la impresión de que los sucesivos impulsos que experimentamos a lo largo de toda nuestra existencia nos empujan, paradójicamente, para que regresemos al claustro materno, a nuestro primer hogar, a nuestras primeras sensaciones y, en definitiva, al alejamiento del mundo y al silencio, a la quietud y a la desaparición. Emprender el camino del regreso es una de las maneras, quizás inevitables, de dirigirnos al futuro. Si penetramos en el fondo íntimo de nuestras aspiraciones más profundas, podremos comprobar cómo permanecen agazapadas muchas de las experiencias de nuestra niñez. Regresar al futuro es, más que una ingeniosa paradoja, una explicación elemental del sentido de nuestros deseos.
En más de una ocasión me habéis preguntado -queridas amigas y amigos- si la vida es un viaje en busca de un destino, una aventura hacia un mundo desconocido o un mero paseo de recreo. Aprovecho esta oportunidad para deciros que, en mi caso al menos, la vida es un recorrido esperanzado de encontrarme con algunas de esas personas que, cómo vosotros, me revelan mi propia imagen. Estoy plenamente convencido de que algunos encuentros encierran semillas fecundas que, si las cultivamos con esmero, germinarán y nos proporcionarán cosechas abundantes.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
ANTERIOR ARTÍCULO
35.- «EL PORVENIR»,
(Claves del bienestar humano)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Puedes enviar tu comentario a: