La luz del semblante
Aunque es cierto que, en la actualidad, el negocio dedicado a los cuidados corporales está obteniendo en España un notable auge, no podemos olvidar que el afán por mejorar el aspecto físico para gustar a los demás y, sobre todo, para gustarse a sí mismo, es un hecho permanente desde el comienzo de la civilización humana.
La Historia nos muestra cómo, en todos los tiempos y en todos los lugares, los hombres y las mujeres han buscado fórmulas para resaltar sus encantos y para disimular sus defectos. Recordemos, por ejemplo, cómo la reina de Egipto, Cleopatra, se aplicaba abundantes cosméticos elaborados con cenizas, con tierras y con tintes. Y, corriendo el tiempo, los hombres del siglo XVIII usaban cuidadas pelucas para cubrir la calvicie producida por los productos que se empleaban para matar a los piojos.
En la actualidad, es variadísima la cantidad de artículos cosméticos y de productos dietéticos que prometen paliar las marcas del paso del tiempo como, por ejemplo, las cápsulas de vinagre de manzana para rebajar kilos, los geles reafirmantes de pechos, las cremas para eliminar arrugas, los tónicos faciales, las pomadas para endurecer los glúteos, los ungüentos para fortalecer los músculos o los potingues para evitar la piel naranja.
Pero, según la publicidad, el procedimiento más eficaz -y, también, el más caro y el más peligroso- es la cirugía estética: una especialidad de la cirugía plástica, dedicada a restaurar la forma y la función de las estructuras del cuerpo humano. Progresivamente va aumentando el número de hombres y de mujeres que, influidos por los anuncios espectaculares, acuden a los quirófanos para que les acorten la nariz, les reduzcan las orejas, les eliminen la papada, les supriman los “michelines”, les estiren los pómulos, les disimulen las ojeras o, en resumen, les proporcionen una careta de plástico.
Resulta sorprendente, sin embargo, la escasa preocupación que se advierte por lograr una expresión agradable, una mirada amable o una sonrisa dulce. A nuestro juicio, la cualidad más importante y más difícil de conseguir es esa transparencia del rostro que revela un alma serena y un espíritu tranquilo, esa luz del semblante que desvela un temperamento equilibrado y una profunda paz interior.
La belleza humana es una imagen visible de ese bienestar que nace en el fondo de la conciencia; la elegancia es, no lo olvidemos, un lenguaje que, dotado de significante y de significado, habla, transmite y comunica mensajes; la armonía entre los miembros corporales resplandece cuando es el reflejo directo del equilibrio de las facultades espirituales, cuando descubre los sentidos profundos que orientan toda la vida. Por eso, se concentra en el brillo de una mirada limpia y se difunde en el resplandor de una sonrisa tranquila. ¿Por qué -me pregunto- para lograr una expresión más agradable, más atrayente y más serena, no desarrollamos el mismo esfuerzo que desplegamos, por ejemplo, para disimular una arruga?
La Historia nos muestra cómo, en todos los tiempos y en todos los lugares, los hombres y las mujeres han buscado fórmulas para resaltar sus encantos y para disimular sus defectos. Recordemos, por ejemplo, cómo la reina de Egipto, Cleopatra, se aplicaba abundantes cosméticos elaborados con cenizas, con tierras y con tintes. Y, corriendo el tiempo, los hombres del siglo XVIII usaban cuidadas pelucas para cubrir la calvicie producida por los productos que se empleaban para matar a los piojos.
En la actualidad, es variadísima la cantidad de artículos cosméticos y de productos dietéticos que prometen paliar las marcas del paso del tiempo como, por ejemplo, las cápsulas de vinagre de manzana para rebajar kilos, los geles reafirmantes de pechos, las cremas para eliminar arrugas, los tónicos faciales, las pomadas para endurecer los glúteos, los ungüentos para fortalecer los músculos o los potingues para evitar la piel naranja.
Pero, según la publicidad, el procedimiento más eficaz -y, también, el más caro y el más peligroso- es la cirugía estética: una especialidad de la cirugía plástica, dedicada a restaurar la forma y la función de las estructuras del cuerpo humano. Progresivamente va aumentando el número de hombres y de mujeres que, influidos por los anuncios espectaculares, acuden a los quirófanos para que les acorten la nariz, les reduzcan las orejas, les eliminen la papada, les supriman los “michelines”, les estiren los pómulos, les disimulen las ojeras o, en resumen, les proporcionen una careta de plástico.
Resulta sorprendente, sin embargo, la escasa preocupación que se advierte por lograr una expresión agradable, una mirada amable o una sonrisa dulce. A nuestro juicio, la cualidad más importante y más difícil de conseguir es esa transparencia del rostro que revela un alma serena y un espíritu tranquilo, esa luz del semblante que desvela un temperamento equilibrado y una profunda paz interior.
La belleza humana es una imagen visible de ese bienestar que nace en el fondo de la conciencia; la elegancia es, no lo olvidemos, un lenguaje que, dotado de significante y de significado, habla, transmite y comunica mensajes; la armonía entre los miembros corporales resplandece cuando es el reflejo directo del equilibrio de las facultades espirituales, cuando descubre los sentidos profundos que orientan toda la vida. Por eso, se concentra en el brillo de una mirada limpia y se difunde en el resplandor de una sonrisa tranquila. ¿Por qué -me pregunto- para lograr una expresión más agradable, más atrayente y más serena, no desarrollamos el mismo esfuerzo que desplegamos, por ejemplo, para disimular una arruga?
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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