El irresistible atractivo de los tronos y de las poltronas
En los tratados teóricos, en los comentarios periodísticos y, sobre todo, en las conversaciones entre amigos y colegas, se dan por supuestos algunos principios en los que se apoyan los juicios críticos sobre el ejercicio del poder y sobre los penosos y agotadores esfuerzos que algunos derrochan para lograr un puesto de mando. Muchos ciudadanos están convencidos, por ejemplo, de que el poder depende del lugar físico en el que se sitúa el que ostenta el poder: de la altura del trono, del esplendor del sitial o de la anchura de la poltrona. Fíjense, por ejemplo, las discusiones y los conflictos que crean las reglas del protocolo de las reuniones oficiales o privadas, de los encuentros profesionales y hasta de las fiestas familiares.
Otros piensan que ocupar puestos de relumbrón es más importante que desempeñar tareas nobles. “¿Has observado -me preguntó hace ya mucho tiempo Antonio Alcedo- cómo, en cualquier profesión e incluso en la Iglesia, los “profesionales” se pelean para sentarse en los sillones de honor?” Repasen las listas de mecánicos, albañiles, profesores, sacerdotes, médicos, arquitectos, abogados, economistas, escribientes, poetas, pintores, periodistas, carpinteros, investigadores, ingenieros o policías, que están “liberados” de sus tareas para dedicar su tiempo y sus esfuerzos a mandar.
El poder fascina, sobre todo, por su brillo y por la ingenua creencia de que proporciona fuerza para influir en las ideas, en las sensaciones, en los sentimientos, en las imaginaciones y en la voluntad de otras personas. No caemos en la cuenta de que el ciudadano que ostenta un cargo, aunque él crea lo contrario, es inevitablemente víctima de los aduladores que le conceden el premio del halago y de los censores que lo castigan con sus críticas. Aunque el poder también se practica infundiendo miedos, concediendo premios, influyendo en las opiniones y cambiando las cosas, el auténtico poder lo ostenta -como dicen los estoicos- el que ejerce dominio sobre uno mismo: “sólo el que controla sus deseos -afirmaba Martín Bueno- es verdaderamente poderoso”.
Otros piensan que ocupar puestos de relumbrón es más importante que desempeñar tareas nobles. “¿Has observado -me preguntó hace ya mucho tiempo Antonio Alcedo- cómo, en cualquier profesión e incluso en la Iglesia, los “profesionales” se pelean para sentarse en los sillones de honor?” Repasen las listas de mecánicos, albañiles, profesores, sacerdotes, médicos, arquitectos, abogados, economistas, escribientes, poetas, pintores, periodistas, carpinteros, investigadores, ingenieros o policías, que están “liberados” de sus tareas para dedicar su tiempo y sus esfuerzos a mandar.
El poder fascina, sobre todo, por su brillo y por la ingenua creencia de que proporciona fuerza para influir en las ideas, en las sensaciones, en los sentimientos, en las imaginaciones y en la voluntad de otras personas. No caemos en la cuenta de que el ciudadano que ostenta un cargo, aunque él crea lo contrario, es inevitablemente víctima de los aduladores que le conceden el premio del halago y de los censores que lo castigan con sus críticas. Aunque el poder también se practica infundiendo miedos, concediendo premios, influyendo en las opiniones y cambiando las cosas, el auténtico poder lo ostenta -como dicen los estoicos- el que ejerce dominio sobre uno mismo: “sólo el que controla sus deseos -afirmaba Martín Bueno- es verdaderamente poderoso”.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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