La maldad de los buenos
La crueldad -esa propiedad tan humana de causar daño a un ser viviente y de complacerse en los sufrimientos ajenos- es singularmente visible y extraordinariamente grave cuando la practican los que poseen armas militares, competencias políticas, instrumentos jurídicos, riqueza económica, poderes religiosos, facultades intelectuales e, incluso, destrezas artísticas. Por eso -queridas amigas, queridos amigos- los poderosos, los fuertes, los ricos, los inteligentes y los hábiles nos inspiran, además de respeto y admiración, cierto temor reverencial porque, en el fondo de nuestra conciencia, advertimos que ellos poseen mayor capacidad agresiva y mayor poder de destrucción.
Pero no podemos olvidar que los seres débiles tampoco están libres de esta perversión. Fíjense cómo, a veces, los niños hacen sufrir a los padres, los tontos a los listos, los pobres a los ricos, los débiles a los fuertes, los inferiores a los superiores e, incluso, los buenos a los malos. Y es que la crueldad, al menos en dosis pequeñas, la llevamos todos anidada en los pliegues secretos de nuestras entrañas; es un ingrediente dañino que, en diferente proporción, se mezcla con las buenas intenciones y con los nobles propósitos.
Podemos observar, por ejemplo, cómo algunos aficionados deportivos disfrutan, más que con los propios triunfos, con las derrotas de los adversarios y cómo, a veces, tras esas palabras rituales de pésame que expresan compasión por los dolores y por las penas de los demás, advertimos un sutil gesto incontrolado de íntima complacencia. Por esta razón hemos de confesar que nos resulta más fácil acompañar a los que sufren y sintonizar con los sentimientos de dolor que disfrutar con las victorias de los vencedores y compartir las alegrías de los ganadores. Las lágrimas brotan con mayor facilidad que los aplausos e, incluso cuando aplaudimos, nos tenemos que preguntar contra quién aplaudimos. Hace tiempo que los autores clásicos nos advertían que la tragedia es un género dramático más fácil que la comedia.
Pero no podemos olvidar que los seres débiles tampoco están libres de esta perversión. Fíjense cómo, a veces, los niños hacen sufrir a los padres, los tontos a los listos, los pobres a los ricos, los débiles a los fuertes, los inferiores a los superiores e, incluso, los buenos a los malos. Y es que la crueldad, al menos en dosis pequeñas, la llevamos todos anidada en los pliegues secretos de nuestras entrañas; es un ingrediente dañino que, en diferente proporción, se mezcla con las buenas intenciones y con los nobles propósitos.
Podemos observar, por ejemplo, cómo algunos aficionados deportivos disfrutan, más que con los propios triunfos, con las derrotas de los adversarios y cómo, a veces, tras esas palabras rituales de pésame que expresan compasión por los dolores y por las penas de los demás, advertimos un sutil gesto incontrolado de íntima complacencia. Por esta razón hemos de confesar que nos resulta más fácil acompañar a los que sufren y sintonizar con los sentimientos de dolor que disfrutar con las victorias de los vencedores y compartir las alegrías de los ganadores. Las lágrimas brotan con mayor facilidad que los aplausos e, incluso cuando aplaudimos, nos tenemos que preguntar contra quién aplaudimos. Hace tiempo que los autores clásicos nos advertían que la tragedia es un género dramático más fácil que la comedia.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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