El tiempo ajeno
¿Se han fijado ustedes -queridos amigos- la facilidad con la que, cuando un ciudadano cualquiera accede a un puesto de poder, por muy insignificante que sea, se siente capacitado para disponer del tiempo de los demás? Si, por ejemplo, un director, un delegado o un concejal pretenden entrevistarse con usted para pedirle una colaboración, es posible que lo cite en su despacho a la una de la tarde y es probable, incluso, que él no comparezca o que lo haga media hora más tarde. Si usted, simplemente, le muestra su extrañeza, la “autoridad” se sorprenderá de que no comprenda que él tiene otros muchos asuntos más importantes que resolver. Este comportamiento constituye, a mi juicio, un serio desconocimiento del valor del tiempo de los otros, una grave irresponsabilidad y, sobre todo, una permanente fuente de tropiezos y de desencuentros. Algunos despistados aún no se han dado cuenta de que, si, tradicionalmente, el objeto de las luchas eran los espacios, en la actualidad, la mayoría de los conflictos familiares, sociales y políticos tiene su origen en el empleo del tiempo, el capital más importantes de la vida humana.
Opino que, si aceptamos este principio, deberíamos redefinir varios de los conceptos referidos a la vida comunitaria como, por ejemplo, los de “convivencia”, “colaboración” y “dominio”. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que convivir significa acompasar razonablemente el propio tiempo con los tiempos de los demás. La educación y la maduración humanas consistirán, en consecuencia, en desarrollar esta destreza, sobre todo, cuando pretendemos ofrecer hospitalidad o solicitar colaboración. La hospitalidad y la colaboración son dos cuestiones estrechamente vinculadas al respeto del tiempo de los demás; más, incluso, que al respeto de sus espacios y de sus objetos.
Los que pretenden llegar a acuerdos de colaboración, ofrecer servicios y pedir ayudas a otros han de tener muy claro que, de la misma manera que los rasgos físicos y los caracteres psíquicos son diferentes -todos ellos respetables- cada uno de nosotros posee su propia medida del tiempo que, en la mayoría de los casos, no coincide con el de los demás. Por eso los que cambian nuestra velocidad particular, los que adelantan o retrasan el ritmo de nuestras vidas nos resultan molestos e inoportunos. La convivencia y la colaboración se hacen difíciles entre quienes se interponen múltiples disonancias temporales. Nos suenan ya a tópicas las discusiones entre los miembros de una pareja que, por ejemplo, poseen diferentes temperaturas, pero mucho más incómodo es convivir con quien es más lento o más rápido, con quienes habitan una temporalidad que nos resulta extraña o nos parece impropia. En la actualidad, hemos de demostrar el respeto a las otras personas -sea cual sea su categoría profesional o social- mediante el ejercicio de las virtudes temporales como la paciencia, la sincronía y la puntualidad. Imponer nuestros tiempos a los demás es, no sólo una falta de respeto, sino también un modo de despreciar, de aprovecharse o de jugar con sus patrimonios más valiosos.
Opino que, si aceptamos este principio, deberíamos redefinir varios de los conceptos referidos a la vida comunitaria como, por ejemplo, los de “convivencia”, “colaboración” y “dominio”. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que convivir significa acompasar razonablemente el propio tiempo con los tiempos de los demás. La educación y la maduración humanas consistirán, en consecuencia, en desarrollar esta destreza, sobre todo, cuando pretendemos ofrecer hospitalidad o solicitar colaboración. La hospitalidad y la colaboración son dos cuestiones estrechamente vinculadas al respeto del tiempo de los demás; más, incluso, que al respeto de sus espacios y de sus objetos.
Los que pretenden llegar a acuerdos de colaboración, ofrecer servicios y pedir ayudas a otros han de tener muy claro que, de la misma manera que los rasgos físicos y los caracteres psíquicos son diferentes -todos ellos respetables- cada uno de nosotros posee su propia medida del tiempo que, en la mayoría de los casos, no coincide con el de los demás. Por eso los que cambian nuestra velocidad particular, los que adelantan o retrasan el ritmo de nuestras vidas nos resultan molestos e inoportunos. La convivencia y la colaboración se hacen difíciles entre quienes se interponen múltiples disonancias temporales. Nos suenan ya a tópicas las discusiones entre los miembros de una pareja que, por ejemplo, poseen diferentes temperaturas, pero mucho más incómodo es convivir con quien es más lento o más rápido, con quienes habitan una temporalidad que nos resulta extraña o nos parece impropia. En la actualidad, hemos de demostrar el respeto a las otras personas -sea cual sea su categoría profesional o social- mediante el ejercicio de las virtudes temporales como la paciencia, la sincronía y la puntualidad. Imponer nuestros tiempos a los demás es, no sólo una falta de respeto, sino también un modo de despreciar, de aprovecharse o de jugar con sus patrimonios más valiosos.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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