DOMINGO DE RAMOS
EN LA PASIÓN DEL SEÑOR
(28 de marzo de 2021)
Las consideraciones que hemos estado haciendo los últimos domingos nos han preparado para que en este día en que conmemoramos litúrgicamente su Pasión y Muerte podamos con todo amor y reverencia adorar al que muere por nuestra salvación. Pero todavía haremos algunas otras consideraciones: en especial nos vamos a fijar en el amor que mueve toda la Pasión y en la categoría divina del que la sufre. El que entrega al Hijo es Dios Padre, y lo entrega para que tengamos vida, con lo cual muestra un amor a los hombres difícilmente comprensible; pero no más fácil de comprender es el amor del Hijo que se entrega a sí mismo por nuestra salud. Y quien así sufre y muere es verdadero Hijo de Dios y Dios verdadero. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Pues hasta ahí llega Dios para asombro nuestro. Dios pone hasta su vida a nuestro servicio, ¿qué pondremos nosotros al suyo?
1. Admiremos el amor infinito de Dios a sus criaturas.
Comencemos por el amor. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que tengamos vida.» A Dios nos lo imaginamos como un Ser lejano que da leyes, y resulta que lo que da es a su Hijo único para arrancarnos de la muerte en que estábamos y hacernos vivir para Él ¡y vivir eternamente! Pero es que el Hijo comparte este amor: en el huerto de los olivos lo contemplamos hundido por lo que se le viene encima, pero, compartiendo el amor del Padre, acepta generosamente su Pasión, ¡porque su doloroso sufrimiento será vida para muchos! ¿Os imagináis lo que pensaba cuando sentía en su cuerpo los azotes, cuando era objeto de una burla sangrienta al ser falsamente adorado como rey de los judíos? ¿Cuándo está ante el sanedrín o sube la cuesta de la Amargura? ¿Cuándo le atraviesan con clavos sus manos y pies o lo alzan en el madero? Yo sí me lo imagino: ¡PRO EIS! Por ellos, para que los pecadores se salven. Y, cuando dando un fuerte grito espiró, la salvación de los hombres se había consumado: todos volvían a ser hijos amados de Dios. Y entre esos hombres estamos tú y yo ¡el Hijo de Dios ha muerto por nosotros! ¡por mí!
2. Este hombre era Hijo de Dios.
Porque eso sí: es Hijo de Dios y Dios verdadero, la Segunda Persona de la Santa Trinidad. El que sufre en la cruz no es un hombre cualquiera es Dios que ha tomado para sí un cuerpo humano para ofrecerlo en satisfacción por todos los pecados del mundo y hacer agradables a los hombres ante la faz de Dios. Pensar que todo un Dios haya querido sufrir todo esto por mí me saca de quicio. ¿quién soy yo, Señor, para que así me ames? ¡Si no he sabido más que ofenderte! Pues sí, es Dios verdadero en que pende de la cruz. Así lo reconoció el centurión que mandaba el pelotón de soldados que le crucificaron: «Al ver cómo había espiado, dijo: “Este hombre era Hijo de Dios.» No podemos saber qué profundidad tendría en los labios del centurión esta tajante afirmación (¡era tan difícil ver a Dios en un crucificado!). Pero sí podemos saber que la Iglesia lo venera como tal y que nosotros adoramos su divinidad sin ninguna duda. Es un Dios hecho hombre el que por mí muere en una cruz: «Tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.» (Flp 2,7-8). Bendito amor de Dios que ha hecho de mí un regenerado.
Conclusión: A trabajar por los demás.
Y Dios que se hizo hombre para entregarse a la muerte por mí, se oculta ahora en un trozo de pan para que, comiéndolo yo, me asocie a su pasión y muerte y ofrezca mi vida y mi trabajo por la salvación de mis hermanos, regenerados ya por la sangre del Dios humanado.
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