Autor: José Antonio Hernández Guerrero.
Todos los medios de comunicación han reflejado el temblor frío que el escándalo Madoff ha generado en la aristocracia financiera mundial. Finalmente han pillado con las manos en la masa a este personaje -el último estafador de Wall Street- que, durante veinte años, ha estado engañando a esos ricos que habían picado porque, como es natural, pretendían ser más ricos.
Lo peor de esta crisis galopante -que tiene que ver más con la avaricia, con la ambición, con la voracidad especuladora y con la poca vergüenza de unos cuantos- es, sin duda alguna, que la están sufriendo los de siempre: los "desfavorecidos", aquellos que no son, como algunos piensan, los que no han recibido favores -ese dinero fácil con el que se controla a los partidos y, a veces, a los periodistas-, sino los que carecen de los medios indispensables para vivir y para sobrevivir, o sea, los pobres y los parados.
Todos sabemos quienes son los que, tras llevar años pasándolo mal, ahora lo van a pasar peor. Es cierto que tendrán que ajustarse el cinturón los que tienen que pagar una hipoteca, los que tienen la intención de cambiar el automóvil y los están habituados a viajar al extranjero o a cenar en restaurantes de lujo, pero el problema más grave se plantea a los jóvenes que aún no han encontrado un trabajo o a los adultos que han sido despedidos.
Se sostiene que está fallando el sistema liberal capitalista. Posiblemente. Pero lo que están fallando sobre todo son las personas que lo han gestionado en los últimos años. Vivimos en un mundo exclusivamente pendiente del beneficio, de los favores, de las trampas, de buscar agujeros en las leyes para perpetrar delitos de cuello blanco: es un mundo que, a la larga, genera una inseguridad y una desigualdad social sobre la que no se puede construir un sistema libre.
Tengo la esperanza de que si la justicia y la solidaridad no nos mueven para que compartamos con los famélicos y con los desnutridos los excedentes de nuestras despensas y frigoríficos, a lo mejor, preocupados como estamos por nuestra salud física y mental, nos decidimos a distribuir esas reservas. Resulta paradójico constatar que, mientras millones de seres humanos mueren por falta de alimentos, otros enferman por comer demasiado. Todos podemos comprobar cómo esta excesiva abundancia de unos pocos no sólo origina dolencias cardiovasculares y trastornos metabólicos, sino que también genera enfermedades psicológicas y complicaciones sociales. En mi opinión la sobriedad y la generosidad son unas vías complementarias para conservar la salud corporal, el equilibrio mental y, también, la armonía social. Recordemos que los ayunos prescritos por todas las religiones tenían inicialmente una finalidad higiénica y terapéutica: servían para limpiar el cuerpo y para sanar el espíritu.
Pero es que, además, valen para que disfrutemos más de las comidas. Cuando nos sentimos satisfechos o empachados, ni siquiera los manjares más exquisitos logran atraer nuestra atención ni despertar nuestro entusiasmo. No es extraño que el desinterés, la falta de entusiasmo y la desidia crezcan de una manera tan alarmante en nuestra sociedad occidental. A lo mejor el temor a contraer esas enfermedades de la opulencia puede ser más eficaz que las apremiantes llamadas a la generosidad.
Lo peor de esta crisis galopante -que tiene que ver más con la avaricia, con la ambición, con la voracidad especuladora y con la poca vergüenza de unos cuantos- es, sin duda alguna, que la están sufriendo los de siempre: los "desfavorecidos", aquellos que no son, como algunos piensan, los que no han recibido favores -ese dinero fácil con el que se controla a los partidos y, a veces, a los periodistas-, sino los que carecen de los medios indispensables para vivir y para sobrevivir, o sea, los pobres y los parados.
Todos sabemos quienes son los que, tras llevar años pasándolo mal, ahora lo van a pasar peor. Es cierto que tendrán que ajustarse el cinturón los que tienen que pagar una hipoteca, los que tienen la intención de cambiar el automóvil y los están habituados a viajar al extranjero o a cenar en restaurantes de lujo, pero el problema más grave se plantea a los jóvenes que aún no han encontrado un trabajo o a los adultos que han sido despedidos.
Se sostiene que está fallando el sistema liberal capitalista. Posiblemente. Pero lo que están fallando sobre todo son las personas que lo han gestionado en los últimos años. Vivimos en un mundo exclusivamente pendiente del beneficio, de los favores, de las trampas, de buscar agujeros en las leyes para perpetrar delitos de cuello blanco: es un mundo que, a la larga, genera una inseguridad y una desigualdad social sobre la que no se puede construir un sistema libre.
Tengo la esperanza de que si la justicia y la solidaridad no nos mueven para que compartamos con los famélicos y con los desnutridos los excedentes de nuestras despensas y frigoríficos, a lo mejor, preocupados como estamos por nuestra salud física y mental, nos decidimos a distribuir esas reservas. Resulta paradójico constatar que, mientras millones de seres humanos mueren por falta de alimentos, otros enferman por comer demasiado. Todos podemos comprobar cómo esta excesiva abundancia de unos pocos no sólo origina dolencias cardiovasculares y trastornos metabólicos, sino que también genera enfermedades psicológicas y complicaciones sociales. En mi opinión la sobriedad y la generosidad son unas vías complementarias para conservar la salud corporal, el equilibrio mental y, también, la armonía social. Recordemos que los ayunos prescritos por todas las religiones tenían inicialmente una finalidad higiénica y terapéutica: servían para limpiar el cuerpo y para sanar el espíritu.
Pero es que, además, valen para que disfrutemos más de las comidas. Cuando nos sentimos satisfechos o empachados, ni siquiera los manjares más exquisitos logran atraer nuestra atención ni despertar nuestro entusiasmo. No es extraño que el desinterés, la falta de entusiasmo y la desidia crezcan de una manera tan alarmante en nuestra sociedad occidental. A lo mejor el temor a contraer esas enfermedades de la opulencia puede ser más eficaz que las apremiantes llamadas a la generosidad.