La encíclica de Benedicto XVI, “Caritas in veritate”, sobre el desarrollo humano integral en la caridad y la verdad, ofrece una muy rica reflexión sobre la realización de nuestra humanidad en continuidad con los otros dos grandes documentos del magisterio pontificio sobre el desarrollo: “Populorum progressio” (Pablo VI, 1967) y “Sollicitudo rei socialis” (Juan Pablo II, 1987).
Una lectura conjunta de los tres documentos resultaría enormemente provechosa para comprender mejor qué desafíos necesitamos afrontar hoy en nuestro mundo y por qué caminos podemos construir más justicia, dignidad y humanidad. Comprender no como un mero ejercicio intelectual sino, sobre todo, vital, de formas de vida personales y sociales. En la línea de la convicción que expresa Benedicto XVI al principio de la encíclica y que recorre todo su contenido: “La caridad en la verdad…es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad” (n. 1). Y que vuelve a recordar en la conclusión: “Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo integral y verdadero” (n. 78). Lo que también expresa el Papa, en palabras de San Pablo, como lo mejor que podemos vivir, compartir, proponer y extender los cristianos para colaborar al desarrollo humano integral: “Que vuestra caridad no sea una farsa, aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo” (Rm 12,9-10).
En este sentido, la encíclica insiste en que el desarrollo está estrechamente unido al reconocimiento de nuestra humanidad como don y vocación. Al reconocimiento de que somos hijos y hermanos, de que estamos llamados a formar una sola familia humana, la familia de los hijos de Dios. Por ello, la vocación a la fraternidad, que lo es a la comunión en el amor y la libertad, tiene un lugar central en todo lo que la encíclica plantea. Así, en continuidad con “Populorum progressio” y “Sollicitudo rei socialis”, Benedicto XVI considera que el desarrollo no es sólo ni fundamentalmente un problema técnico, sino de descubrimiento y comprensión de en qué consiste nuestra humanidad, de qué nos humaniza, del sentido de nuestro vivir y hacer. Es una cuestión, ante todo, de cómo entendemos nuestra vida personal y social. Ahí es donde se sitúa la aportación que podemos hacer la Iglesia a nuestra sociedad y a los hombres y mujeres de hoy.
Desde esta perspectiva, el Papa valora los nuevos desafíos al desarrollo en el contexto de la extensión de la globalización y de una crisis económica mundial que muestra las deformaciones y mala orientación con que hemos organizado la vida social: “Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso…la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo” (n. 21).
Desde la convicción de que en el desarrollo como vocación es central la caridad, la encíclica insiste en la necesidad de revitalizar la búsqueda de la justicia y del bien común, y en las responsabilidades que ello comporta. Así, plantea simultáneamente la necesidad de profundas reformas estructurales en el funcionamiento de nuestra sociedad y de una no menos profunda renovación cultural que nos ayude a construir un nuevo humanismo integral que oriente el caminar hacia la fraternidad. Lo hace después de plantear la vigencia de la concepción del desarrollo de “Populorum progressio” (cap. 1) y de considerar la situación del desarrollo en nuestro tiempo (cap. 2), en otros cuatro capítulos que abordan la relación entre fraternidad, desarrollo económico y sociedad civil (cap. 3), el desarrollo de los pueblos, derechos y deberes, y cuidado de la naturaleza (cap. 4), las formas de la colaboración de la familia humana (cap. 5) y el desarrollo de los pueblos y la técnica (cap. 6). En todos ellos se ofrecen valoraciones y propuestas muy concretas, que merecen una detenida reflexión, sobre aspectos como: el funcionamiento de la economía y la necesidad de su subordinación a fines sociales y principios éticos, la democracia económica, la necesidad de repensar en profundidad el papel de las empresas, del sistema financiero internacional, la seguridad alimentaria y el derecho al agua, el problema ecológico, la situación del trabajo, las migraciones y su gestión, el cuidado de la vida, las formas de la cooperación internacional, el protagonismo de los países empobrecidos, la necesidad de recuperar la capacidad política de los estados y el protagonismo de la sociedad civil, la necesidad de una autoridad mundial que gobierne la globalización, la reforma de las instituciones internacionales, etc.
En definitiva, una encíclica sobre la que merece la pena reflexionar con detenimiento y, sobre todo, buscar traducir en formas de vida y acción personales, sociales y comunitarias. Sólo una última consideración. Cada vez que he leído “Populorum progressio” o “Sollicitudo rei socialis” he sentido en ellas la situación y el sufrimiento de los empobrecidos. No he sentido lo mismo al leer “Caritas in veritate”. No sé si hago justicia a la encíclica. No es que el Papa no hable de los pobres, pero no he percibido la misma centralidad de su situación que en las otras encíclicas. Más que como una crítica a la encíclica lo digo como una llamada de atención. Todo lo que se dice en la encíclica cambia radicalmente si se mira, siente y vive, o no, desde la centralidad de la situación y el injusto sufrimiento de los empobrecidos, de las principales víctimas de un desorden social que nos deshumaniza. Si se siente o no como propio ese injusto sufrimiento de los empobrecidos. Creo que aquí nos jugamos el ser o no ser de nuestra Iglesia y de nuestra sociedad. Porque la “profunda renovación cultural”, que tan justamente preocupa al Papa, pasa por hacer frente a una cultura que ignora, enmascara y genera insensibilidad ante el sufrimiento de los empobrecidos. Necesitamos, ante todo, la com-pasión que se hace solidaridad afectiva y efectiva con los empobrecidos como clave fundamental para construir relaciones sociales verdaderamente humanas y para desarrollar nuestra humanidad.