Hay que ver lo atrevidos que somos los torpes y los ignorantes
Si es arriesgado dejar el poder en manos de los que carecen de conciencia, más peligroso resulta confiárselo a los inconscientes, a los ignorantes y a los torpes. Todos comprendemos el daño que puede causar un gobernante inmoral, un “poderoso” que carece de principios y de criterios éticos, un “mandamás” que, en la práctica, ignora la diferencia que existe entre la bondad y la maldad y, que en consecuencia, desprecia los valores y no experimenta preocupación alguna a la hora de orientar su vida. El inmoral, el sinvergüenza o el desvergonzado son unos “caraduras” que, con la mayor tranquilidad del mundo, se saltan las barreras y desbordan los cauces; son unos “frescales” que, en sus comportamientos, prescinden de los criterios éticos, no tienen en cuenta la leyes morales, actúan en contra de los dictados de las normas que prescriben hacer el bien y evitar el mal. Pero, si son listos, procuran disimular sus atropellos o, al menos, justificarlos.
El torpe y el ignorante por el contrario, carecen de vista o de luces y, además, mantienen cerradas las ventanas del cuerpo y del espíritu; conducen su vida a oscuras, corren alegremente por los senderos, siempre desconocidos, de las complejas relaciones humanas. Son unos inconscientes que, alojados en las blandas nubes, no pisan el suelo ni saben en qué país viven. Los torpes y los ignorantes no saben quiénes es ellos ni quiénes son los demás con los que conviven. Desconocen sus cualidades y, sobre todo, sus limitaciones; se creen más fuertes o más débiles de lo que realmente son y, por eso, cargan con unos fardos que los desequilibran y los aplastan o, por el contrario, no se atreven a caminar por sus propios pies, no miden las distancias que lo separan de los demás seres, no calculan las dimensiones de los objetos, el valor de las palabras ni la importancia de los episodios y, por eso, o se pasan de rosca o no llegan: corren las curvas cerradas con excesiva velocidad y, después, se duermen en las rectas. Lo peor es que no advierten los peligros y, a veces, juegan ingenuamente en los estrechos bordes de los acantilados, en las arenas movedizas de los desiertos o entre las rugientes olas de los mares embravecidos. No distinguen los asuntos serios de los frívolos, los problemas graves de los leves, las bromas de las reprimendas, las amenazas de los halagos y, muchas veces, lo conveniente de lo dañino.
Lo malo es cuando el torpe o el ignorante, además, son ambiciosos y se empeñan en pilotar aviones supersónicos cargados de pasajeros, en dirigir programas televisivos de amplia audiencia, en liderar partidos políticos y, no digamos, cuando logran encaramarse en un puesto de mando porque, entonces, se olvidan de que se llaman Pepe, Manolo o María, se inventan nobles antepasados y se identifican hasta tal punto con el cargo, que se sienten vejado cuando alguien se atreve a tratarlo con familiaridad. ¿Usted sabe con quién está tratando?, suelen preguntar si alguien les indica que guarden su turno o que cumplan con las normas elementales de ciudadanía.
Pero corren aún mayor peligro cuando, animados por los aplausos y por los parabienes de los leales e interesados colaboradores, se convencen de que, efectivamente, ellos son unos seres superiores al resto de los vulgares humanos a los que tienen que dirigir y salvar; es entonces cuando sus vehementes deseos de mandar y sus irreprimibles impulsos de imponer su “santa voluntad” se transforman en imperativos éticos, en un deber de conciencia o, quizás, -aunque presuman de agnósticos- en una clara llamada del cielo, en una verdadera y trascendente vocación sagrada. Menos mal que, a la larga, la dura realidad, que siempre es tozuda, se impone, porque el tiempo borra los maquillajes, desinfla los globos y deshace las peanas de cartón piedra que ellos mismos habían pintado de purpurina.
El torpe y el ignorante por el contrario, carecen de vista o de luces y, además, mantienen cerradas las ventanas del cuerpo y del espíritu; conducen su vida a oscuras, corren alegremente por los senderos, siempre desconocidos, de las complejas relaciones humanas. Son unos inconscientes que, alojados en las blandas nubes, no pisan el suelo ni saben en qué país viven. Los torpes y los ignorantes no saben quiénes es ellos ni quiénes son los demás con los que conviven. Desconocen sus cualidades y, sobre todo, sus limitaciones; se creen más fuertes o más débiles de lo que realmente son y, por eso, cargan con unos fardos que los desequilibran y los aplastan o, por el contrario, no se atreven a caminar por sus propios pies, no miden las distancias que lo separan de los demás seres, no calculan las dimensiones de los objetos, el valor de las palabras ni la importancia de los episodios y, por eso, o se pasan de rosca o no llegan: corren las curvas cerradas con excesiva velocidad y, después, se duermen en las rectas. Lo peor es que no advierten los peligros y, a veces, juegan ingenuamente en los estrechos bordes de los acantilados, en las arenas movedizas de los desiertos o entre las rugientes olas de los mares embravecidos. No distinguen los asuntos serios de los frívolos, los problemas graves de los leves, las bromas de las reprimendas, las amenazas de los halagos y, muchas veces, lo conveniente de lo dañino.
Lo malo es cuando el torpe o el ignorante, además, son ambiciosos y se empeñan en pilotar aviones supersónicos cargados de pasajeros, en dirigir programas televisivos de amplia audiencia, en liderar partidos políticos y, no digamos, cuando logran encaramarse en un puesto de mando porque, entonces, se olvidan de que se llaman Pepe, Manolo o María, se inventan nobles antepasados y se identifican hasta tal punto con el cargo, que se sienten vejado cuando alguien se atreve a tratarlo con familiaridad. ¿Usted sabe con quién está tratando?, suelen preguntar si alguien les indica que guarden su turno o que cumplan con las normas elementales de ciudadanía.
Pero corren aún mayor peligro cuando, animados por los aplausos y por los parabienes de los leales e interesados colaboradores, se convencen de que, efectivamente, ellos son unos seres superiores al resto de los vulgares humanos a los que tienen que dirigir y salvar; es entonces cuando sus vehementes deseos de mandar y sus irreprimibles impulsos de imponer su “santa voluntad” se transforman en imperativos éticos, en un deber de conciencia o, quizás, -aunque presuman de agnósticos- en una clara llamada del cielo, en una verdadera y trascendente vocación sagrada. Menos mal que, a la larga, la dura realidad, que siempre es tozuda, se impone, porque el tiempo borra los maquillajes, desinfla los globos y deshace las peanas de cartón piedra que ellos mismos habían pintado de purpurina.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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por José Antonio Hernández Guerrero,
(Claves del bienestar humano)