San Óscar A. Romero
Ignacio María Fernández | Este mes de octubre el papa Francisco canoniza, junto a Pablo VI, a monseñor Romero[1]. El proceso que le ha llevado a los altares ha durado, sospechosa y escandalosamente, demasiado tiempo. Gracias al papa Francisco se desbloqueó, contribuyendo así a purificar la Iglesia de miedos y sectarismos antievangélicos.
Me consta que cierto cardenal de la Iglesia afirmó que su beatificación era una cuestión política y descalificó el acto. ¡Qué lástima que no tuviera la decencia de haberlo dicho en público para poder enriquecernos con sus beatíficos argumentos!
Es evidente que el tema de la justicia se le ha atragantado y se le sigue atragantando a un buen sector de clérigos y seglares, más amantes de la antropología platónica que de la católica. A aquellos que siguen dividiendo al hombre en cuerpo y alma, como dos realidades antagónicas. A aquellos que descalifican a los que se comprometen en la pastoral social, pero no tienen reparos en aparecer en público del brazo de determinadas élites económicas y políticas.
Suelen acusar a los primeros de «horizontalistas», que su compromiso no es espiritual. Afirman que Romero murió por causas políticas, sin entender que fue un mártir de la fe manifestada en su opción por la justicia. ¿Se puede dudar de la fe de Romero que dijo que «la oración es la cumbre del desarrollo humano. El hombre no vale por lo que tiene, sino por lo que es. Y el hombre es cuando se encara con Dios y comprende qué maravillas ha hecho Dios con él»?
La Sagrada Escritura está plagada de referencias a la justicia; de lo que esta es como cualidad de Dios, mandato e imperativo del mismo para el hombre; de lo que supone como exigencia del Reino y contenido elemental y fundamental de la vida cristiana y de la economía de la salvación.
Por eso, como dicen que los santos son modelos de vida cristiana, referencia segura para los creyentes, luces que nos guían por los caminos que nos conducen a Dios, mi esperanza ante la canonización de Romero es que, por fin, los que formamos parte de la Iglesia nos convirtamos al reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33); que sin miedo bendigamos al Dios de la justicia (Tob 13, 7); que nos recordemos que Dios hace justicia a sus hijos (Est 16, 9); que proclamemos sin miedo la justicia a las naciones (Mt 12, 8), que no tengamos miedo al martirio, como Romero, hasta que triunfe la justicia (Mt 12, 20); que nos recordemos que no podemos conocer a Dios sin hacer justicia a los pobres y excluidos (Jer 22, 16); que prediquemos a los cuatro vientos que Dios es nuestra justicia (Jr 23, 6), que al celebrar la Eucaristía, que tanto amó Romero y para el que escribe estas letras es el eje de su vida, tengamos presente que Dios prefiere el derecho y la justicia a los sacrificios (Prov 21, 3).
Que el próximo santo de la Iglesia, san Óscar A. Romero, interceda por todos nosotros.
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[1] Además de Nunzio Sulprizio, al joven obrero; Francesco Spinelli, sacerdote diocesano, fundador del Instituto de las Religiosas Adoratrices del Santísimo Sacramento; Vincenzo Romano, sacerdote diocesano; María Caterina Kasper, Virgen, fundadora del Instituto de las Pobres Esclavas de Jesucristo y Nazaria Ignazia de Santa Teresa de Jesús, fundadora de la Congregación de las Religiosas Misioneras Cruzadas de la Iglesia.