El rencor como arma política
Entre los problemas más graves que la sociedad española tiene planteados en la actualidad destaca, a mi juicio, la creciente extensión y la progresiva intensidad que está alcanzando el rencor, un virus letal que, alimentado por los discursos crispados de los responsables políticos y amplificado por la megafonía de los medios de comunicación, infesta el clima de convivencia ciudadana. Lo peor de esta grave epidemia social es la rapidez con la que se propaga y, sobre todo, las nefastas consecuencias que arrastra en los diferentes ámbitos de la vida individual y colectiva de muchos de nuestros conciudadanos.
Tengo la impresión de que, aunque esta inquina reconcentrada, que se expresa mediante el violento lanzamiento de insultos, tiene a veces su origen en la estructura defectuosa de unas personalidades que están cimentadas sobre un fondo de resentimiento acumulado por unos fracasos personales mal digeridos; en otros casos, esta tirria tan enfermiza se explica por la desproporción que existe entre la mediocridad moral de quienes, eventualmente, han venido a más, y el excesivo volumen de su descomunal ego. Es lamentable -y cómico- comprobar cómo la altísima opinión que algunos tienen de sí mismos contrasta violentamente con la zafiedad de la que hacen gala cuando se refieren a sus adversarios.
Algunos columnistas opinan que este comportamiento tan agresivo de los que están permanentemente insultando es la plasmación de un plan minuciosamente calculado a partir de unas convicciones ideológicas derivadas de una incorrecta interpretación de una noción que, durante la primera mitad del siglo pasado, sirvió de clave interpretativa, de pauta orientadora y de consigna incitadora de las propuestas políticas de diferentes signos. Me refiero al concepto de “lucha” que, de manera errónea, se usa como sinónimo de “violencia”.
No censuro, en esta ocasión, a la fuerza de resistencia que, de manera inevitable, hemos de ejercer en las situaciones de opresión, de falta de libertad, de atropello de los derechos humanos. Ya sé que, en los regímenes de dictadura, resultaba insuficiente recurrir a la justicia, a la negociación o a la denuncia pública. Me refiero a esa otra violencia verbal que algunos piensan que es una propiedad inherente de los debates políticos, a esos ataques despiadados que, más que rebatir unas propuestas, pretenden herir las partes más sensibles y dignas de sus defensores. Me fijo sobre todo en las intervenciones de los líderes en los parlamentos y en los medios de comunicación. Fíjense no sólo en las frases insultantes que se entrecruzan, sino también en las expresiones de sus rostros y hasta en los gestos de sus brazos.
¿Es posible que muchos políticos de izquierda o de derecha sigan pensando que, para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos a los que ellos representan, para lograr que reine la justicia, la solidaridad, la igualdad, la libertad y la paz, es necesario debilitar o aniquilar al adversario? ¿Por eso disparan balas que, aunque no sean de pólvora, sí están impulsadas por la fuerza destructora del odio y dirigidas por la violencia incontrolable del rencor? ¿Por eso gritan de una manera tan desaforada, por eso insultan, injurian, exageran y ridiculizan? ¿Por eso el Gobierno acusa a la oposición de ser la causante de todos los males y, por eso, la oposición señala al Gobierno como el responsable de todos los problemas? ¿No les llama la atención que hasta el mismísimo Alfonso Guerra se sienta escandalizado por el nivel de agresividad que, en la actualidad, están alcanzando los insultos que mutuamente se dirigen los políticos?
Tengo la impresión de que, aunque esta inquina reconcentrada, que se expresa mediante el violento lanzamiento de insultos, tiene a veces su origen en la estructura defectuosa de unas personalidades que están cimentadas sobre un fondo de resentimiento acumulado por unos fracasos personales mal digeridos; en otros casos, esta tirria tan enfermiza se explica por la desproporción que existe entre la mediocridad moral de quienes, eventualmente, han venido a más, y el excesivo volumen de su descomunal ego. Es lamentable -y cómico- comprobar cómo la altísima opinión que algunos tienen de sí mismos contrasta violentamente con la zafiedad de la que hacen gala cuando se refieren a sus adversarios.
Algunos columnistas opinan que este comportamiento tan agresivo de los que están permanentemente insultando es la plasmación de un plan minuciosamente calculado a partir de unas convicciones ideológicas derivadas de una incorrecta interpretación de una noción que, durante la primera mitad del siglo pasado, sirvió de clave interpretativa, de pauta orientadora y de consigna incitadora de las propuestas políticas de diferentes signos. Me refiero al concepto de “lucha” que, de manera errónea, se usa como sinónimo de “violencia”.
No censuro, en esta ocasión, a la fuerza de resistencia que, de manera inevitable, hemos de ejercer en las situaciones de opresión, de falta de libertad, de atropello de los derechos humanos. Ya sé que, en los regímenes de dictadura, resultaba insuficiente recurrir a la justicia, a la negociación o a la denuncia pública. Me refiero a esa otra violencia verbal que algunos piensan que es una propiedad inherente de los debates políticos, a esos ataques despiadados que, más que rebatir unas propuestas, pretenden herir las partes más sensibles y dignas de sus defensores. Me fijo sobre todo en las intervenciones de los líderes en los parlamentos y en los medios de comunicación. Fíjense no sólo en las frases insultantes que se entrecruzan, sino también en las expresiones de sus rostros y hasta en los gestos de sus brazos.
¿Es posible que muchos políticos de izquierda o de derecha sigan pensando que, para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos a los que ellos representan, para lograr que reine la justicia, la solidaridad, la igualdad, la libertad y la paz, es necesario debilitar o aniquilar al adversario? ¿Por eso disparan balas que, aunque no sean de pólvora, sí están impulsadas por la fuerza destructora del odio y dirigidas por la violencia incontrolable del rencor? ¿Por eso gritan de una manera tan desaforada, por eso insultan, injurian, exageran y ridiculizan? ¿Por eso el Gobierno acusa a la oposición de ser la causante de todos los males y, por eso, la oposición señala al Gobierno como el responsable de todos los problemas? ¿No les llama la atención que hasta el mismísimo Alfonso Guerra se sienta escandalizado por el nivel de agresividad que, en la actualidad, están alcanzando los insultos que mutuamente se dirigen los políticos?
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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«LA LEALTAD NO ES EL BIEN SUPREMO NI LA VIRTUD SOBERANA»,
por José Antonio Hernández Guerrero,
(Claves del bienestar humano)