Varios lectores me han mostrado su radical disconformidad con mi afirmación -“excesivamente categórica”, dicen ellos- de que, en los tiempos actuales, es imposible vivir sin cambiar y sin adaptarnos a los cambios. Aunque es cierto que esta tesis debe ser matizada cuidadosamente y demostrada con argumentos serios, pienso que los que menos se han de escandalizar son los creyentes ya que, como es sabido, la exigencia de cambiar constituye uno de los rasgos definidores de los pensamientos y de los comportamientos cristianos.
Con excesiva frecuencia olvidamos que la invitación a la conversión es una llamada al cambio permanente de pensamiento, de actitudes y de comportamientos. Recordemos que la “conversión” en el evangelio se expresa con la palabra griega “metanoya”, que significa un cambio profundo de mentalidad, de maneras de pensar, de sentir y, sobre todo, de vivir. El cristianismo no sólo supuso un cambio en un momento de la Historia de la Humanidad sino que exige una permanente voluntad de modificar las cosas y de cambiar la jerarquía de los valores vigentes en nuestras sociedades.
Hemos de reconocer que, si pretendemos que los cambios armonicen con las fidelidades sustanciales –con el Evangelio, con la Comunidad, con las propias convicciones y con los hombres de nuestro tiempo– hemos de preguntarnos permanentemente cuáles son los saberes, los sentires y las conductas fundamentales que hemos de cultivar para llegar a ser personas en conformidad con las exigencias de la fe. Vivir la fe es descubrir, progresivamente y tras múltiples y graves tropiezos, el “estilote vida” que nos hace crecer como hombres y como creyentes, como ciudadanos y como profesionales, como habitantes del cosmos, de la tierra, del mundo, del pueblo y de la familia como comunidad humana universal.
Con excesiva frecuencia olvidamos que la invitación a la conversión es una llamada al cambio permanente de pensamiento, de actitudes y de comportamientos. Recordemos que la “conversión” en el evangelio se expresa con la palabra griega “metanoya”, que significa un cambio profundo de mentalidad, de maneras de pensar, de sentir y, sobre todo, de vivir. El cristianismo no sólo supuso un cambio en un momento de la Historia de la Humanidad sino que exige una permanente voluntad de modificar las cosas y de cambiar la jerarquía de los valores vigentes en nuestras sociedades.
Hemos de reconocer que, si pretendemos que los cambios armonicen con las fidelidades sustanciales –con el Evangelio, con la Comunidad, con las propias convicciones y con los hombres de nuestro tiempo– hemos de preguntarnos permanentemente cuáles son los saberes, los sentires y las conductas fundamentales que hemos de cultivar para llegar a ser personas en conformidad con las exigencias de la fe. Vivir la fe es descubrir, progresivamente y tras múltiples y graves tropiezos, el “estilote vida” que nos hace crecer como hombres y como creyentes, como ciudadanos y como profesionales, como habitantes del cosmos, de la tierra, del mundo, del pueblo y de la familia como comunidad humana universal.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente, sobre el sentido de la dignidad humana en «Hacia un nuevo humanismo».
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