Si profundizáramos en las enseñanzas de Evangelio y si fuéramos coherentes con su concepción del ser humano como valor supremo de la creación y como individuo único y diferente, evitaríamos la tentación en la que, con excesiva frecuencia, caemos incluso cuando, impulsados por sincera generosidad, ejercitamos algunas de las Obras de Misericordia. Me refiero a esa voluntad -a veces muy explícita- de intentar que los demás piensen, sientan y actúen como nosotros. ¿No es cierto que nos sentimos más cómodos con aquellos conciudadanos que, al menos en las apariencias, son idénticos a nosotros?
Es frecuente que experimentemos la tentación de “convertir” todo y a todos a lo “mismo”, y luchamos para eliminar los componentes de lo que es lo “otro”, lo “distinto”, lo “diverso” y lo “extraño”. Por eso, a veces, damos la impresión de que nuestras actividades pedagógicas y nuestras tareas evangelizadoras y catequéticas son estrategias interesadas de apropiación y de dominación (Francisco). Sin embargo, la tradición hebrea, y de manera radical el Evangelio, explican otros modos de relacionarnos para establecer una verdadera comunicación dibujando un nuevo humanismo fundamentado en los Derechos Humanos, una concepción que es incompatible con la consideración del “otro” como un extranjero radical ubicado fuera de todo enraizamiento y de todo domicilio, o, lo que es peor, como un apátrida.
Es frecuente que experimentemos la tentación de “convertir” todo y a todos a lo “mismo”, y luchamos para eliminar los componentes de lo que es lo “otro”, lo “distinto”, lo “diverso” y lo “extraño”. Por eso, a veces, damos la impresión de que nuestras actividades pedagógicas y nuestras tareas evangelizadoras y catequéticas son estrategias interesadas de apropiación y de dominación (Francisco). Sin embargo, la tradición hebrea, y de manera radical el Evangelio, explican otros modos de relacionarnos para establecer una verdadera comunicación dibujando un nuevo humanismo fundamentado en los Derechos Humanos, una concepción que es incompatible con la consideración del “otro” como un extranjero radical ubicado fuera de todo enraizamiento y de todo domicilio, o, lo que es peor, como un apátrida.