Una de las cosas que han quedado más claras, después de las últimas elecciones al parlamento europeo, es que los escándalos del corrupción de PP en Madrid no le han impedido ganar los votos que necesitaba para derrotar al PSOE.
Por supuesto, no soy tan estúpido como para dictar sentencia en los casos de corrupción en los que se han visto imputados los miembros del PP o del PSOE. Me limito a recordar lo que todo el mundo sabe, sea cual sea la sentencia que, en su día, dicten los jueces. En todo caso, y sea lo que sea del veredicto final de la justicia, el hecho es que una notable mayoría de ciudadanos españoles, a la hora de votar, no parece que tenga en cuenta la presunción de honradez o desvergüenza de los políticos a quienes vota.
A la vista de estos hechos (por no hablar, sin ir más lejos, del comportamientos de los italianos con Berlusconi), resulta inevitable hacerse una pregunta: ¿qué criterios éticos son los verdaderamente determinantes de nuestra conducta? Cada día está más claro que la seguridad económica nos motiva más que la honradez ética.
Es más, seguramente se puede afirmar que el dinero (y todo lo que aporta el dinero: bienestar, consumo, seguridad...) importa más que la honradez. Por eso se comprende que, después de lo que ha caído con la crisis, si somos sinceros, tenemos que reconocer que la aspiración de millones de ciudadanos es salir cuanto antes de esta situación. ¿Para qué? Muy sencillo: al menos, para volver a donde estábamos antes y, si es posible, para salir mejor y más fortalecidos.
O sea, si es cierto (y parece que lo es) que ha sido el capitalismo descontrolado el que nos he metido en este lío espantoso, resulta que lo que más anhelamos ahora mismo es recuperar lo que teníamos, es decir, volver al capitalismo de antes. Eso sí, organizándolo de forma que funcione mejor. Pero con tal que podamos disfrutar de todo lo que nos ha aportado la economía de mercado y el capital financiero.
Sin pensar, ni por un momento, que ha sido precisamente ese sistema económico el que nos ha acarreado sufrir las consecuencias de la conducta desvergonzada de los que han sabido y han podido manejar los hilos del sistema. Pero no importa. Para mucha gente, es tan maravilloso el sistema, que, si es preciso, nos rendimos a los pies de los más corruptos, con tal de que nos devuelvan el bienestar seguro y desbocado en el que hemos vivido desde que nos hicimos ricos.
Y es obligado recordar, una vez más, que el sistema que tanto nos gusta y que tanto anhelamos, es el sistema que premia a un número cada vez más reducido de ciudadanos del mundo. A sabiendas que el número de los satisfechos es cada día menor, precisamente porque el número de los hambrientos y excluidos de las ventajas del sistema es cada día mayor. Porque, como es lógico, para que los países ricos vivan cada día mejor, eso se consigue a costa de los que demás vivan cada día peor.
Sin necesidad de recordar, una vez más las estadísticas de la opulencia y el hambre, que todos conocemos, con lo dicho basta para volver, con temor y temblor, a la pregunta de antes: ¿qué convicciones éticas nos han metido en la cabeza y en el corazón de nuestras conductas? A la hora de pontificar sobre el bien y el mal, la justicia y la injusticia, todos somos más honrados que la honradez misma.
Pero cuando hablamos así, ni nos damos cuenta de que el sistema capitalista, por su misma naturaleza, nos ha configurado interiormente de forma que ha disociado nuestros pensamientos de nuestras conductas. Queremos un mundo justo, pero luego resulta que para conseguir lo que decimos que queremos, ponemos al frente de esa tarea a individuos de los que no tenemos seguridad alguna sobre su sinceridad, su honestidad y su vergüenza.
¿A dónde vamos por este camino? ¿Qué mundo les vamos a dejar a nuestros jóvenes, a nuestros niños, a las generaciones futuras? Seguro, un mundo con muchas técnicas y miles de artilugios. Lo que no sabemos es si podrá ser un mundo más humano, más habitable y más honesto. Será, sin duda, el mundo de los predicadores de la justicia y la verdad.
Pero seguramente será también el mundo de la mentira, el mundo en el que nadie podrá fiarse de nadie, el mundo del odio y del desprecio. No me resisto aquí a recordar el pensamiento acerado de Nietzsce, en su “Genealogía de la moral” (III, 13): “¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus ojos! ¿Qué quieren propiamente? “Representar” al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad , tal es la ambición de esos “ínfimos”, de esos enfermos!”.
La conclusión no es despreciar (más todavía) a los políticos. No estoy hablando de ellos. Estoy hablando de todos. De los que hemos votado. Y también de los que no han querido votar. De pico y lengua, estamos todos bien abastecidos. Lo que no sé es si la coherencia ética se corresponde con nuestras palabras. Ahí está, creo yo, el problema del momento.
Por supuesto, no soy tan estúpido como para dictar sentencia en los casos de corrupción en los que se han visto imputados los miembros del PP o del PSOE. Me limito a recordar lo que todo el mundo sabe, sea cual sea la sentencia que, en su día, dicten los jueces. En todo caso, y sea lo que sea del veredicto final de la justicia, el hecho es que una notable mayoría de ciudadanos españoles, a la hora de votar, no parece que tenga en cuenta la presunción de honradez o desvergüenza de los políticos a quienes vota.
A la vista de estos hechos (por no hablar, sin ir más lejos, del comportamientos de los italianos con Berlusconi), resulta inevitable hacerse una pregunta: ¿qué criterios éticos son los verdaderamente determinantes de nuestra conducta? Cada día está más claro que la seguridad económica nos motiva más que la honradez ética.
Es más, seguramente se puede afirmar que el dinero (y todo lo que aporta el dinero: bienestar, consumo, seguridad...) importa más que la honradez. Por eso se comprende que, después de lo que ha caído con la crisis, si somos sinceros, tenemos que reconocer que la aspiración de millones de ciudadanos es salir cuanto antes de esta situación. ¿Para qué? Muy sencillo: al menos, para volver a donde estábamos antes y, si es posible, para salir mejor y más fortalecidos.
O sea, si es cierto (y parece que lo es) que ha sido el capitalismo descontrolado el que nos he metido en este lío espantoso, resulta que lo que más anhelamos ahora mismo es recuperar lo que teníamos, es decir, volver al capitalismo de antes. Eso sí, organizándolo de forma que funcione mejor. Pero con tal que podamos disfrutar de todo lo que nos ha aportado la economía de mercado y el capital financiero.
Sin pensar, ni por un momento, que ha sido precisamente ese sistema económico el que nos ha acarreado sufrir las consecuencias de la conducta desvergonzada de los que han sabido y han podido manejar los hilos del sistema. Pero no importa. Para mucha gente, es tan maravilloso el sistema, que, si es preciso, nos rendimos a los pies de los más corruptos, con tal de que nos devuelvan el bienestar seguro y desbocado en el que hemos vivido desde que nos hicimos ricos.
Y es obligado recordar, una vez más, que el sistema que tanto nos gusta y que tanto anhelamos, es el sistema que premia a un número cada vez más reducido de ciudadanos del mundo. A sabiendas que el número de los satisfechos es cada día menor, precisamente porque el número de los hambrientos y excluidos de las ventajas del sistema es cada día mayor. Porque, como es lógico, para que los países ricos vivan cada día mejor, eso se consigue a costa de los que demás vivan cada día peor.
Sin necesidad de recordar, una vez más las estadísticas de la opulencia y el hambre, que todos conocemos, con lo dicho basta para volver, con temor y temblor, a la pregunta de antes: ¿qué convicciones éticas nos han metido en la cabeza y en el corazón de nuestras conductas? A la hora de pontificar sobre el bien y el mal, la justicia y la injusticia, todos somos más honrados que la honradez misma.
Pero cuando hablamos así, ni nos damos cuenta de que el sistema capitalista, por su misma naturaleza, nos ha configurado interiormente de forma que ha disociado nuestros pensamientos de nuestras conductas. Queremos un mundo justo, pero luego resulta que para conseguir lo que decimos que queremos, ponemos al frente de esa tarea a individuos de los que no tenemos seguridad alguna sobre su sinceridad, su honestidad y su vergüenza.
¿A dónde vamos por este camino? ¿Qué mundo les vamos a dejar a nuestros jóvenes, a nuestros niños, a las generaciones futuras? Seguro, un mundo con muchas técnicas y miles de artilugios. Lo que no sabemos es si podrá ser un mundo más humano, más habitable y más honesto. Será, sin duda, el mundo de los predicadores de la justicia y la verdad.
Pero seguramente será también el mundo de la mentira, el mundo en el que nadie podrá fiarse de nadie, el mundo del odio y del desprecio. No me resisto aquí a recordar el pensamiento acerado de Nietzsce, en su “Genealogía de la moral” (III, 13): “¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus ojos! ¿Qué quieren propiamente? “Representar” al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad , tal es la ambición de esos “ínfimos”, de esos enfermos!”.
La conclusión no es despreciar (más todavía) a los políticos. No estoy hablando de ellos. Estoy hablando de todos. De los que hemos votado. Y también de los que no han querido votar. De pico y lengua, estamos todos bien abastecidos. Lo que no sé es si la coherencia ética se corresponde con nuestras palabras. Ahí está, creo yo, el problema del momento.