En estos días de confinamiento en el
oasis particular de nuestros domicilios, espacios que nos protege del desierto
social en que se ha convertido nuestra sociedad, podemos mirar la soledad de
nuestras calles y plazas de nuestras ciudades, podemos lamentar la crudeza de
las muertes que provoca este desierto del coronavirus.
Esto es razonable en tanto que nos
duele y asusta algo no conocido nunca por nosotros, además de por nuestro
sentirnos cercanos a los que sufren, sin embargo nuestra mirada ha de ir más lejos
y no permitir que las lágrimas nos impida ver la estrellas.
El pueblo judío cuando salió de
Egipto para buscar la tierra prometida, sintió también un miedo atroz a caminar
por el desierto de sus vidas, lleno éste de temibles enemigos naturales: un calor
indescriptible, fieras y alimañas de toda clase.
Sin embargo ante sus ojos habían
fijado un claro horizonte: "una tierra que manaba leche y
miel" que les había prometido Yahvé.
Hoy nosotros tenemos que recorrer nuestro desierto y fijando la mirada en el horizonte, ver la promesa que nos hizo Jesús a sus seguidores: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos". Luego si Él está con nosotros qué tenemos que temer.
Pepe Carrascosa
¿Qué significa saber de Dios,
conocer a Dios?
conocer a Dios?
Es obvio que es algo más que una simple información
lejana sobre su existencia. En el
conocer a Dios, lo que nos jugamos, es también nosotros mismos, el sentido de
nuestra vida. El conocer a Dios implica reconocerlo
como principio y fin del mundo, agradecérselo y alabarlo. Quien conoce a Dios lo sabe todo de Él, este
conocimiento no se llega a alcanzar sólo por la razón, si no que se necesita
además, el corazón, o sea, la entrega total de la persona misma.
Para la fe cristiana, el papel de la voluntad
es fundamental, pues por razonable que sea la Buena Noticia de Jesucristo, no
hay nada que obligue a la persona a creerla: “El acto de creer coincide con
la voluntad y no por la necesidad de la razón, porque ésta está más allá de la
razón” (Santo Tomas de Aquino)
Cualquier acto humano se caracteriza por la
interacción de la inteligencia y la voluntad. El hombre puede ser obligado a hacer muchas
cosas contra su voluntad, pero sólo puede creer si quiere.
¿Pero por qué
queremos? Por qué queremos poner
nuestra confianza en otro? En todo lo
humano, puede decirse que en gran medida nos es oculto lo más íntimo del otro. Por ejemplo: el estado de ánimo que una
persona tiene sobre nosotros, nos lo tiene que manifestar ella misma, no sólo
por lo que ella dice, sino también por cómo actúa.
Esta fe que prestamos hacia otro es algo
cercano que brota de la libertad de cada uno. Nunca podremos precisar, por qué creemos en
una persona, casi siempre hay un conjunto de razones que nos lleva a creer en
ella.
En un plano más elevado se puede decir lo mismo
sobre la Revelación divina. Cuando Dios
habla al hombre, no le hace conocer el estado objetivo de las cosas, sino que
le abre su intimidad y le muestra su amor sin límites. Así el querer creer debe entenderse en el
sentido de amar, “creemos porque amamos, creemos a Cristo porque le
amamos".
La voluntad del creyente se orienta hacia la
persona del testigo, en este caso hacia Jesucristo, testigo de Dios Padre, por
ello quiere corresponder a su amor, amándolo. Vemos pues, que la fe cristiana no es
simplemente conocimiento teórico, es conocimiento siempre afectivo y enamorado,
es correspondencia al amor, encuentro entre Dios y el hombre.
La fe sobrenatural es un saber personal: Yo sé
que Dios es Padre porque lo dice Cristo, de manera que si no se incorpora esta
dimensión personal no es fe en sentido propio.
El carácter de misterio se acentúa cuando se
trata de la fe sobrenatural. Dios es un
misterio insondable: ¿Por qué hay personas que creen en Él y ponen toda su
confianza en Él?, ¿Por qué hay otras que quieren creer, pero no pueden?
Ni la inteligencia, ni tampoco la voluntad
bastan para tener la fe cristiana, aunque la “entrega" es exigencia para
alcanzarla. (El acto de creer, ciertamente depende de la voluntad de quien
cree; pero es necesario que la gracia de Dios prepare la voluntad del hombre,
para que sea elevada a las cosas que están sobre su naturaleza” Sto. Tomas
de Aquino, Summa teológica II)
Fragmentos
de teología fundamental. Pág. 65, 66
Junta
Burggah