La sala de espera
Una de mis amigas -que, en esta ocasión me ruega que omita su nombre- me acaba de confesar, con sorprendente claridad y sencillez, que acude semanalmente a la consulta del médico, no porque necesite medicinas, sino porque le agrada esperar. Dice que la sala de espera es uno de los lugares que más la tranquilizan y en los que más disfruta. Sus otros espacios preferidos son las colas de los autobuses y las de los puestos de pescado. Lo pasa tan bien esperando que, ordinariamente, cede el puesto a los ansiosos que reiteradamente miran el reloj y a los que, de vez en cuando, se les escapa algún suspiro. Cuando era más joven, su tiempo preferido era el que pasaba a las puertas del colegio de sus hijos esperando que terminaran las clases. Allí hizo las mejores amigas y allí, además de contar sus experiencias más interesantes, era donde explicaba los procedimientos que ella empleaba para sacarle a la vida los jugos más sustanciosos.
A ella le llama la atención las prisas que tenemos hoy casi todo el mundo. Son muchos -me dice- los que no se dan cuenta de que lo mejor de la vida está en la vida, en ese espacio que va desde el nacimiento a la muerte. Mi amiga me repite, una y otra vez, que una de las fórmulas para disminuir la ansiedad es transformar los caminos en paseos con el fin de que, en vez de estar tan pendientes del destino, disfrutemos de los alicientes de los parajes por los que transitamos, alargando y saboreando cada uno de los instantes, esos “ahoras” que se mueven sin parar y que cambian de colores y de dimensiones. Ella está convencida de que la vida humana consiste en eso: en esperar: en la espera paciente y en la esperanza confiada. Ahora comprendo por qué, cuando acude a cualquier recado, ella lo hace por el camino más largo.
Esta conversación me ha servido para preguntarme si esperar es uno de los privilegios más valiosos de los que gozamos los seres humanos. Cuando dejamos de esperar nos convertimos en simples objetos o, todo lo más, en animales. Estar vivo es esperar. La espera es ese tiempo vacío que podemos administrar a nuestro antojo y llenarlo de múltiples contenidos: de ideas, de sensaciones, de sentimientos y de palabras; podemos poner en funcionamiento nuestra imaginación y recordar los mejores momentos o formular los mejores proyectos.
A ella le llama la atención las prisas que tenemos hoy casi todo el mundo. Son muchos -me dice- los que no se dan cuenta de que lo mejor de la vida está en la vida, en ese espacio que va desde el nacimiento a la muerte. Mi amiga me repite, una y otra vez, que una de las fórmulas para disminuir la ansiedad es transformar los caminos en paseos con el fin de que, en vez de estar tan pendientes del destino, disfrutemos de los alicientes de los parajes por los que transitamos, alargando y saboreando cada uno de los instantes, esos “ahoras” que se mueven sin parar y que cambian de colores y de dimensiones. Ella está convencida de que la vida humana consiste en eso: en esperar: en la espera paciente y en la esperanza confiada. Ahora comprendo por qué, cuando acude a cualquier recado, ella lo hace por el camino más largo.
Esta conversación me ha servido para preguntarme si esperar es uno de los privilegios más valiosos de los que gozamos los seres humanos. Cuando dejamos de esperar nos convertimos en simples objetos o, todo lo más, en animales. Estar vivo es esperar. La espera es ese tiempo vacío que podemos administrar a nuestro antojo y llenarlo de múltiples contenidos: de ideas, de sensaciones, de sentimientos y de palabras; podemos poner en funcionamiento nuestra imaginación y recordar los mejores momentos o formular los mejores proyectos.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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por José Antonio Hernández Guerrero,
(Claves del bienestar humano)