El lugar de la Iglesia son los pobres
La Iglesia necesitamos crecer en tener una presencia pública en medio de nuestra sociedad mucho más coherente y fiel con el Evangelio, con nuestro ser y misión. Como en todo, también en esto necesitamos conversión. Hemos de reconocer sinceramente que con demasiada frecuencia andamos entretenidos y despistados en asuntos que no son los más importantes y encerrados en polémicas estériles que muy poco tienen que ver con lo esencial del Evangelio.
Para la necesaria conversión de la Iglesia lo más importante es preguntarnos cuál es nuestro lugar. ¿Cuál fue el lugar de Jesús? El lugar de la Iglesia, como Jesús, son los pobres, ser servidora de los pobres para construir una sociedad más justa, humana, fraterna, en la que todas las personas podamos vivir realmente de acuerdo a nuestra dignidad de hijos e hijas de Dios, sin excluidos. Ese es el deseo de Dios al que la Iglesia nos debemos. Un Dios que Jesús nos muestra que es amor misericordioso y compasivo que se conmueve y reacciona ante el sufrimiento de los pobres porque defiende la dignidad de toda persona.
Por eso el papa Francisco subraya algo que es muy claro: «No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, “los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio”, y la evangelización dirigida a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vuelta que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos» (EG 48). De ahí que insista en dos cosas esenciales para nuestra vida y para nuestra propuesta a la sociedad: «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres» (EG 187). «Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres (…) atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverá ningún problema» (EG 202). Es lo mismo que planteó el Concilio Vaticano II sobre el ser y la misión de la Iglesia: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). «Cristo fue enviado por el Padre a “evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos” (Lc 4,18) (…); así también la Iglesia abraza con amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (LG 8).
Por eso el papa Francisco subraya algo que es muy claro: «No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, “los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio”, y la evangelización dirigida a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vuelta que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos» (EG 48). De ahí que insista en dos cosas esenciales para nuestra vida y para nuestra propuesta a la sociedad: «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres» (EG 187). «Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres (…) atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverá ningún problema» (EG 202). Es lo mismo que planteó el Concilio Vaticano II sobre el ser y la misión de la Iglesia: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). «Cristo fue enviado por el Padre a “evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos” (Lc 4,18) (…); así también la Iglesia abraza con amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (LG 8).
El lugar de la Iglesia es la realidad de los excluidos y descartados, la de los desempleados y trabajadores pobres defendiendo la dignidad del trabajo y el trabajo digno, la de los que no tienen una vivienda digna, la de los enfermos y frágiles, la de los inmigrantes y refugiados, la de las víctimas de la violencia machista, la de tantas personas y familias heridas en su dignidad, «pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero»[1]. Es cierto que la Iglesia, a través de muchas personas, comunidades, asociaciones, estamos en esos lugares. Pero necesitamos crecer en que toda nuestra presencia pública esté presidida por el caminar con los pobres, ya que «no son un problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del Evangelio»[2]; el colaborar a cambiar la mentalidad social hacia la solidaridad con los pobres y la fraternidad, en la transformación de las estructuras e instituciones para que respondan a las necesidades de los pobres, en promover formas de vida más fraternas. Necesitamos crecer en ser una Iglesia pobre y servidora, casa de los pobres, en permanente escucha y diálogo, proponiendo con humildad otra manera de vivir.