Pandemia del coronavirus:
llamada apremiante de Dios
Comentando con algunos compañeros la excepcionalidad y suma gravedad de la pandemia del coronavirus para toda la humanidad, se me ocurrió pensar y decir que quizás se trata de un grito de Dios sobre el sistema de vida “anti-natural” y “anti-humano”, en todos los aspectos, que estamos cultivando; una llamada apremiante a un cambio radical de vida a todos los niveles. Quizás sea un signo de los tiempos, también excepcional, que nos obligaría a analizar profundamente tal situación, interpretarla desde la fe y el plan de Dios y definir los cambios, sin duda también excepcionales, que nos exige en todas las dimensiones (personal, socio-económica-política-cultural, nacional, internacional, eclesial) de la vida humana en la actualidad.
Estamos destrozando la naturaleza, la Pachamama, que es la madre de la vida en la tierra: contaminación atmosférica y ambiental, cambio climático, deforestación y destrucción progresiva de la biodiversidad, explotación cruel de los animales, extensión de la producción de transgénicos (que monopolizan los cultivos, desertifican a la larga la tierra y utilizan agroquímicos para aumentar la productividad a costa de la salud humana). Todo ello en función del Mammón dinero que exige sacrificar vidas.
Organizamos la sociedad y la economía no para el bien de las personas, sino para el lucro inmisericorde de los más ´aprovechados`: desigualdad, cada vez mayor de la distribución de los bienes materiales, descaradamente desproporcionada, que condena a la pobreza (moderada, severa o extrema) a la mayoría de la humanidad; proporción importante de desempleo “estable” y, cada vez más, de empleo precario, además de la informalidad laboral, especialmente en los países más pobres (en Bolivia, del 70-80%) (¿dónde queda el cumplimiento de las Constituciones Políticas, que consagran el derecho a un trabajo digno?); en los países pobres, explotación y comercio desigual de materias primas (minerales, combustibles, agricultura, maderas…) a favor de los países desarrollados; en estos mismos países pobres, niveles ínfimos de cobertura sanitaria, vivienda, derechos laborales y sociales, ejercicio honesto de la Justicia, situación totalmente inhumana de las prisiones, patriarcalismo y machismo criminal (feminicidios e infanticidios), delincuencia rampante (desde el narcotráfico a la delincuencia callejera)…
Nadamos, la sociedad en su conjunto y en todos sus componentes, en un acentuado individualismo posesivo, egocéntrico y hedonista. La cultura occidental, individualista y capitalista, a la par de homologar la mentalidad, los valores y aspiraciones de la gente, en línea de priorización del dinero para tener un nivel de consumo y de satisfacción hedonista cada vez más relevante, relega a un segundo o último término la realización de la persona humana en sus dimensiones fundamentales -mucho más allá de tener y consumir- de espiritualidad, libertad existencial y sociopolítica, respeto, alteridad, comunicación, justicia, solidaridad y, a nivel cristiano, la relación esencial de la fraternidad dentro de la Iglesia y con todas las personas.
Si contemplamos el panorama geopolítico mundial, estamos siguiendo un proceso creciente de retorno a la pugna y competencia entre las grandes naciones y de repliegue nacionalista y xenófobo en otros muchos países, especialmente de Europa. El espectáculo inhumano y denigrante de la enorme multitud de emigrantes que huyen de la miseria o de la guerra en busca de una vida segura y digna en países libres y desarrollados, a los que no se admite a la mesa común humana, es la actualización más exacta de la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. La pervivencia alargada de guerras en el Medio Oriente (Siria, Yemen, la política opresiva e ilegal de Israel en Palestina) y en otros países, desmerece radicalmente el nivel de calidad humana de nuestro mundo.
La pandemia, que en su forma actual o en otra forma probable, parece de larga duración, quizás obligue “por la fuerza” a cuestionar y cambiar el sistema de nuestra vida política, social, cultural, económica, familiar, laboral, personal, y también eclesial, en muchos aspectos hoy normalizados, a riesgo, de no hacerlo, de caer en el abismo de la destrucción progresiva o a plazo muy corto, del hábitat natural, ambiental y social.
Estamos inmersos en una crisis global que puede estallar bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas y originar una conflictividad societaria que haga tambalear y derrumbar a la sociedad entera, a nivel nacional y/o mundial.
¿Es este un drama o tragedia apocalíptica? ¿Es un mensaje profético, que habla por sí mismo y que los creyentes entendemos que el Señor nos dirige, a nosotros y a toda la humanidad? ¿Nos hemos olvidado los cristianos de realizar la lectura profética de la realidad: escuchar la voz del Señor desde los acontecimientos significativos de la historia, a veces muy graves, que ponen en riesgo la justicia global en todas sus facetas? Jesucristo lloraba sobre Jerusalén, avizorando su destrucción; hoy llora sobre la humanidad entera, sobre cada uno de nosotros, que parece queremos encaminarnos a la destrucción universal.
Y ¿qué reflexión incumbe realizar a la Iglesia? ¿Cómo nos afecta esta gravísima situación, que entre todos hemos generado? ¿Qué grado de conversión reclama a cada cristiano y a la Iglesia en su conjunto? ¿Cómo tendríamos que decidirnos al fin a una renovación personal y comunitaria de toda la Iglesia en línea de pobreza y de servicio a toda la humanidad, comenzando por los pobres, desde la fe en Jesucristo Salvador y la luz y fortaleza del Espíritu Santo? ¿Qué mensaje real, de denuncia interpelante y, a la vez, de anuncio estimulante y esperanzador, hemos de dirigir a la humanidad en el nombre de Jesucristo?.
Isaac Núñez García, consiliario de la HOAC y misionero en Bolivia.