Permitidme -queridos
amigos José Tomás y José Ramón- que, en esta ocasión, resuma algunas de las
ideas que hemos intercambiado en nuestras últimas conversaciones. He llegado a
la conclusión de que vuestros comentarios pueden ser enriquecedores para algunos
lectores que también hayan cumplido los ochenta años. Os confieso -tras
comprobar la dignidad con la que vosotros vivís la ancianidad y la serenidad
con la que afrontáis los achaques que conlleva- que me he sentido fortalecido y
menos preocupado por esas cuestiones que, a veces, turban nuestro bienestar. Es
cierto que, a partir de esta edad, imaginamos y organizamos nuestras vidas -las
ideas, los sentimientos, el amor, los deseos y los recuerdos- de una manera diferente,
pero he podido comprobar cómo el recorrido
por aquellas experiencias de nuestra juventud y el reconocimiento de nuestras raíces
explican esa forma serena de experimentar los episodios que ahora estamos viviendo.
Os he hecho caso y estoy releyendo algunos de esos libros en los que reencuentro
lecciones valiosas para la situación actual. Me permito advertiros, sin
embargo, que, como hago con la Biblia, no los leo de forma literal sino reinterpretándolos
desde la perspectiva actual.
Efectivamente -queridos
amigos- ahora que estamos encerrados y hemos experimentado qué es el miedo, la
ansiedad y la pérdida de libertad, es el momento propicio para volver a disfrutar
de la infancia y de la juventud, esos baúles en los que guardamos los tesoros
de los deseos y de las ganas de vivir. ¿Recordáis aquella época en la que,
desvalidos, no teníamos inconvenientes para pedir y para aceptar ayudas?
Cuando, en la actualidad, quizás con un tono despectivo algunos “amigos” nos
dicen que somos “unos niños pequeños”, deberíamos pensar que tienen más razón
de lo que ellos imaginan.
En estos días estoy
repasando la lista de políticos, científicos, artistas, profesores, sacerdotes
y deportistas que, precisamente ahora cuando ya son ancianos, me sirven de
modelos por esas cualidades escondidas que definen su talante más que su
talento, su ética más que su ascética, su bondad más que su santidad, su sencillez
más que su grandeza, su sobriedad más que su patrimonio, sus silencios más que
su elocuencia y su discreción más que su locuacidad. Por eso, les estoy
prestando mayor atención cuando, en el atardecer de sus vidas, ya jubilados o
fallecidos, han descendido de los elevados sitiales, han abandonado las
confortables poltronas y se han despojado de ornamentos, de capisayos, de insignias,
de uniformes y de galones. Ahora es cuando podemos descubrir la verdad que
llevan dentro.
También he advertido cómo
muchas de las personas sencillas, sólo conocidas y apreciadas en los ámbitos
familiares -los individuos modestos que no han sido beatificados en procesos
canónicos ni santificados oficialmente por las curias políticas, periodísticas
o académicas- están demostrando una serie de valores que las hacen dignas de
ser reconocidas, respetadas, admiradas y, en la medida de lo posible, imitadas.
Por eso deberíamos sacar a la luz las virtudes elementales que dotan de
consistencia y proporcionan solidez a las vidas normales de los seres comunes,
de las personas ordinarias que conviven con nosotros y que escapan a la
arbitrariedad de la existencia.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro
“blog”, sobre las . También nos envía
reseñas sobre libros de pensamiento cristiano, evangelización, catequesis y
teología. Con la intención, de informar,
de manera clara y sencilla, de temas y de pensamientos actuales, que
gustosamente publicamos en nuestro “blog”.
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