Joaquín Sánchez - 28 noviembre 2021 - Tribuna
Los trabajadores y trabajadoras del metal en Cádiz convocaron una huelga y salieron a la calle a expresar su hartazgo por el incumplimiento del convenio colectivo, por los salarios bajos, por las condiciones laborales injustas, por la precariedad y eventualidad y todas estas situaciones tienen mayor incidencia y más agravado en las empresas auxiliares. Y, ante la negativa empresarial de cambiar esta situación, los trabajadores y trabajadoras han dicho basta ya. Algunos han querido reducir esta cuestión a una cuestión de orden público y que todo se quede en los enfrentamientos entre manifestantes y policías y que todo el debate gire alrededor de esta situación, obviando que hubo muchos momentos de manifestaciones y protestas sin ningún incidente, que han tenido poca repercusión, y olvidando las justas reivindicaciones de las trabajadoras y trabajadores.
Hay que ir más allá del intercambio, en las ocasiones que se produjeron, de pelotas de goma y piedras, contenedores quemados y botes de humo, entre puños y porras, y del debate encendido de quién empezó primero y la selección de imágenes para justificar posicionamientos en los enfrentamientos. Como postura personal, hay que detestar cualquier tipo de violencia, venga de donde venga y cuando justifico “mi violencia”, estoy justificando otras violencias. Por cierto, la presencia de una tanqueta es totalmente rechazable.
Estas protestas, y otras, son fruto de un hartazgo de la clase trabajadora que experimenta angustiosamente cómo con su trabajo no llega a final de mes. La clase trabajadora está harta de trabajar muchas horas con un sueldo de miseria y de hambre, que le impide dar un futuro decente y digno a sus hijas e hijos. Una clase trabajadora que sufre cuando abre el frigorífico y está medio vacío, porque el sueldo no le da para más, después de echar muchas horas y haciendo el trabajo doble por reducción de plantilla. Es el hartazgo de una clase trabajadora que le llaman desde el banco para amenazarlo de desahucio o el propietario del piso para decirle que se ha retraso en la cuota. Es el hartazgo de una clase trabajadora cansada de pedir ayuda para pagar el recibo de luz o de llevarse un táper con comida de casa de sus padres y madres para que sus nietos y nietas tengan una mejor alimentación. ¡Cuánto podrán sufrir las abuelas y los abuelos! Es el hartazgo de una clase trabajadora que no puede pagar el máster a sus hijos e hijas y que ve cómo tienen que buscarse, como alternativa, un trabajo que ellos mismos llaman “un trabajo de mierda”, un trabajo mucho peor que de sus progenitores. El hartazgo de una clase trabajadora que ven que no pueden atender a sus padres y madres mayores como es debido, que los mal atienden. Es el hartazgo de una clase trabajadora que siente con gran dolor que de su trabajo no puede vivir, solo sobrevivir desde la pobreza y sin futuro.
Y, todo esto, es violencia política y empresarial, porque los salarios de miseria y de hambre son violencia; los desahucios por la pobreza y la precariedad laboral es violencia; que los hijos e hijas de familias trabajadoras no puedan seguir estudiando o no poder pagar los libros de textos es violencia. Nos fijamos en el contenedor quemado, pero, no ponemos la atención en tantas vidas quemadas y destrozadas por las injusticias en el mundo laboral. Nos fijamos en unas barricadas, pero, no en esas barricadas sociales convertidas en muros que excluyen y descartan a miles de personas que sueñan con lograr un futuro un poco mejor.
Hay mucha violencia política, económica, empresarial que causan un gran daño y que cercena e intenta impedir el derecho humano y el derecho de nuestra Constitución Española a un trabajo digno. ¿Qué puede sentir la clase trabajadora cuando no puede vivir él o ella ni su familia de su trabajo y en cambio ve cómo los que los condenan a esa situación y la legitiman tienen un sueldo muy alto, algunos públicos, y con unos niveles de vida con lujo y con confort?
Consiliario de la HOAC
A lo largo de medio siglo desde las distintas administraciones se han planteado planes de apoyo al sector que nunca han cumplido sus objetivos
El retorno de la democracia coincidió con una profunda crisis económica que tocó de lleno al sector público industrial, sobre el que se basaba buena parte del tejido económico de la Bahía de Cádiz en 1977. Las factorías de Astilleros, columna vertebral del empleo, atravesaban una situación insostenible, sin carga de trabajo ante una crisis naval que se extendía por medio mundo.
A finales de ese año el gobierno de Adolfo Suárez anunció una reconversión laboral, en una provincia que ya entonces lideraba las cifras del desempleo en todo el país.
El 11 de octubre más de cien mil personas se manifestaron por la Avenida de la capital reclamando carga de trabajo para las factorías gaditanas.
No se produjeron incidentes, hasta que el lunes 24, ante la negativa del Gobierno a negociar, la ciudad estalló y se convirtió en un auténtico campo de batalla, con violentos enfrentamientos entre la Policía y los trabajadores.
Desde las ventanas de muchas casas se lanzaron máquinas de coser, frigoríficos, planchas, macetas... hasta se quemaron autobuses.
La firma de los Pactos de la Moncloa entre todas las fuerzas parlamentarias el 25 de octubre de 1977 trajo algo de tranquilidad a la Bahía y 6.000 millones de pesetas de la época para ayudas al sector.
Sin embargo, y han pasado ya cerca de 45 años, la industria estaba herida de muerte en el conjunto de la Bahía de Cádiz, y con especial relevancia en la capital. Vale un dato más que elocuente: entre 1984 y 1992 la industria (Astilleros, Construcciones Aeronáuticas, Bazán y San Carlos) perdieron 7.500 empleos, de los que 2.000 procedían de la industria auxiliar, que nunca volvería a levantar cabeza.
En esta época aún aguantaba la Tabacalera, pero no tardaría en iniciar su desmantelamiento cuando el gobierno de Felipe González puso en marcha su privatización, hasta su cierre en Cádiz en 2013, tras 272 años de actividad. Un cierre que, por cierto, solo fue lamentado por este Diario, ante el vergonzoso silencio de partidos políticos, sindicatos y ayuntamientos, además de quienes hoy critican a través de las redes sociales la crisis de nuestra industria.
La persistencia de los duros procesos de reconversión laboral, especialmente con los gobiernos socialistas, obtuvo como respuesta la declaración de Cádiz como Zona de Urgente Reindustrialización, ZUR, el primero de los numerosos planes que se fueron poniendo en marcha, apoyados unos sobre los fracasos de los anteriores.
La ZUR estuvo vigente entre 1984 y 1988. En su momento fue esencial para la potenciación de la factoría de la General Motors, como primer paso para conseguir un potente sector del automóvil, como en Barcelona y Vigo. Después devino en Delphi hasta su definitivo cierre en 2007, acompañado por Cádiz Electrónica, filial de Ford. A las se pusieron las bases para la modernización de CASA, con su salida de la capital y su apuesta por Puerto Real y El Puerto bajo el paraguas, parcialmente fracasado, de Airbus.
La operación de apuesta industrial no tuvo continuidad, asentada caso con pies de barro. Ello obligó al desarrollo de la ZAE, Zona de Acción Especial, apostando por nuevas industrias. El dinero aportado puso en pie a 300 proyectos, aunque muchos de ellos ya han pasado también a la historia.
Por el camino la industria naval siguió perdiendo fuerza y trabajadores. Así hasta que en 1995 el gobierno central anunció el cierre de la factoría de Cádiz, con la previsión de dejar a 1.300 personas en la calle (que finalmente quedaron en 500)
EL
INTENTO DE CIERRE DE 1995 Y EL ASALTO A LA SEDE DEL PSOE EN CÁDIZ
El Gobierno de Felipe González elaboró el PEC, un documento que incluía el fin de la factoría gaditana.
Unas siglas con tres letras, PEC, escondía el certificado de defunción de la factoría de Astilleros de Cádiz, en la que también se incluía Sevilla y la privatización de otros en el país como Vigo, Gijón y Cantabria. Un documento, ese Plan Estratégico de Competitividad realizado por el Gobierno socialista de Felipe González y un ministro de Industria, Juan Manuel Eguiagaray, que se convirtieron en 1995 en el enemigos públicos de la Bahía en aquella fecha.
Era el enésimo plan de reconversión de Astilleros Españoles desde finales de los años 70 pero con éste se habían subido varios grados ya que se quería proceder al cierre de una factoría que se consideraba santo y seña de la industrialización en la Bahía.
La noticia del cierre y de ese PEC llegó en el mes de junio y rápidamente hubo una movilización general de los propios trabajadores, de los políticos y también de la sociedad civil.
Dicen que aquella manifestación que tuvo lugar en una tarde del mes de julio y que acabó en el Ayuntamiento ha sido la más numerosa de todos los tiempos en la capital gaditana. Allí se concentraron unas 100.000 personas. En la Casa consistorial los tres partidos con representación, es decir, el Partido Popular con una recién llegada a la Alcaldía, Teófila Martínez, el PSOE e Izquierda Unida hicieron una declaración conjunta sin fisuras: “Astilleros no se cierra”.
Toda la presión ejercida desde Cádiz sólo sirvió para que empezara a haber diálogo con el Ministerio de Industria pero la sentencia de muerte seguía para adelante.
A principios de septiembre los trabajadores iniciaron los primeros disturbios en las puertas de la factoría pero todo estalló en una tarde de mediados de septiembre en la plaza de San Antonio.
Allí hubo una concentración protagonizada por los sindicatos en las que intervinieron los líderes de las centrales de algunas empresas públicas con discursos incendiarios debido al momento que se vivía. Aquel mensaje de barricadas acabó con el asalto a la sede provincial del PSOE, desde cuyos balcones volaban máquinas de escribir y mobiliario. Ya no había marcha atrás e intervinieron los antidisturbios durante aquella noche y los días siguientes en una ciudad que estaba casi en estado de sitio. En aquella noche del PSOE las calles estaban desiertas porque había una guerra de guerrillas. Lo del metal de estos días es una anécdota con respecto a lo que ocurrió en 1995. El corte del Puente Carranza se hacía casi a diario.
Tras aquellos días de infierno, el Gobierno dio marcha atrás y dejó la factoría de Cádiz abierta. Eso era una victoria pero también enseñó el camino para doblegar al Gobierno o a quien sea.