DOMINGO DECIMONOVENO DEL TIEMPO ORDINARIO (08 de agosto de 2021)
Introducción: El verdadero pan del cielo.
En este evangelio Jesús hace un anuncio bastante obscuro de la Eucaristía. Él es el verdadero pan del cielo, del cual el que coma no morirá para siempre. Comer este pan puede ser muy bien creer en Él y aceptar su Palabra. Pero ya se vislumbra que además habrá un pan que dará la vida a los hombres: «Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo». No hay una mención explícita de la Eucaristía, pero bien puede ya vislumbrarse, sobre todo leído este texto por los fieles que ya celebran en rito eucarístico. El pan del que Jesús habla no es el maná que les dio Moisés, porque los que comieron de él pasaron después por la muerte; el verdadero pan del cielo, el que da Dios, es el mismo Jesús, pero Él lo concretará después en el pan de la Eucaristía, que es su carne, y quien coma de él resucitará en el último día.
1. El pan que da la vida a los hombres.
No cabe duda de que Jesús se presenta a sí mismo como el verdadero Pan de vida, el que da el Padre del cielo. El maná del desierto sólo era una figura de lo que vendría después. El que da el Padre es verdadera fuente de vida: «Yo soy el pan de la Vida». Pero nadie puede acercarse a comer de él, si el Padre no lo lleva de la mano. Los humanos tendrán que hacerse discípulos de Dios y con su enseñanza aprender a aceptar a Jesús –a tener fe en Él y en su Palabra–: esto será comer el pan que da la vida. Es decir, la fe en Jesús es un don de Dios que Dios sólo da a quienes se acercan humildemente a Él para recibirlo. Quizás muchos blasonemos de creer en Jesús, pero ¿nos hemos acercado al Padre humildemente para aprender el camino? O quizás nuestra fe sea pura fantasía. Pero Jesús como pan de vida tenía que concretarse para poder ser comido por todos los creyentes. Por eso Jesús en el último tramo de su vida, mientras cenaba por última vez con sus discípulos tomo un trozo de pan de la mesa y después de bendecir al Padre, dijo: «Esto es mi cuerpo». Desde entonces todos podemos acercarnos a la mesa del altar para alimentarnos con el Pan de Vida. Pero, como decíamos antes de Jesús, hemos de aprender de Dios en la soledad de la oración cuál es ese pan que comemos y que frutos podemos sacar de él, si lo comemos dignamente.
2. Comprobando la autenticidad de nuestras comuniones.
¿Comemos dignamente el pan de la Eucaristía? Por sus frutos los conoceréis. Quizás nos puede servir para este examen los frutos que enumera san Pablo en la segunda lectura: 1/ «Desterrad de vosotros la ira, los enfados e insultos y toda la maldad.» ¿Hemos conseguido esto después de un montón de años comulgando? 2/ «Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo». ¿Hasta dónde llega nuestro perdón? Y 3/ «Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros». Esto es lo que profesamos al tomar la hostia consagrada, pero ¿es sólo un dicho sin contenido?
Conclusión: Lo que agrada y lo que compromete.
En el altar no sólo ponemos el cuerpo de Cristo, ponemos también su entrega generosa a la muerte por nosotros, y el participar de la Eucaristía por la comunión es un compromiso de imitar en la medida de nuestras posibilidades esta entrega a los hermanos, no sea que aceptemos de la comunión sólo lo que nos conviene y dejemos de lado lo que nos compromete. Al dejar una parte, dejaríamos el todo.
En este evangelio Jesús hace un anuncio bastante obscuro de la Eucaristía. Él es el verdadero pan del cielo, del cual el que coma no morirá para siempre. Comer este pan puede ser muy bien creer en Él y aceptar su Palabra. Pero ya se vislumbra que además habrá un pan que dará la vida a los hombres: «Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo». No hay una mención explícita de la Eucaristía, pero bien puede ya vislumbrarse, sobre todo leído este texto por los fieles que ya celebran en rito eucarístico. El pan del que Jesús habla no es el maná que les dio Moisés, porque los que comieron de él pasaron después por la muerte; el verdadero pan del cielo, el que da Dios, es el mismo Jesús, pero Él lo concretará después en el pan de la Eucaristía, que es su carne, y quien coma de él resucitará en el último día.
1. El pan que da la vida a los hombres.
No cabe duda de que Jesús se presenta a sí mismo como el verdadero Pan de vida, el que da el Padre del cielo. El maná del desierto sólo era una figura de lo que vendría después. El que da el Padre es verdadera fuente de vida: «Yo soy el pan de la Vida». Pero nadie puede acercarse a comer de él, si el Padre no lo lleva de la mano. Los humanos tendrán que hacerse discípulos de Dios y con su enseñanza aprender a aceptar a Jesús –a tener fe en Él y en su Palabra–: esto será comer el pan que da la vida. Es decir, la fe en Jesús es un don de Dios que Dios sólo da a quienes se acercan humildemente a Él para recibirlo. Quizás muchos blasonemos de creer en Jesús, pero ¿nos hemos acercado al Padre humildemente para aprender el camino? O quizás nuestra fe sea pura fantasía. Pero Jesús como pan de vida tenía que concretarse para poder ser comido por todos los creyentes. Por eso Jesús en el último tramo de su vida, mientras cenaba por última vez con sus discípulos tomo un trozo de pan de la mesa y después de bendecir al Padre, dijo: «Esto es mi cuerpo». Desde entonces todos podemos acercarnos a la mesa del altar para alimentarnos con el Pan de Vida. Pero, como decíamos antes de Jesús, hemos de aprender de Dios en la soledad de la oración cuál es ese pan que comemos y que frutos podemos sacar de él, si lo comemos dignamente.
2. Comprobando la autenticidad de nuestras comuniones.
¿Comemos dignamente el pan de la Eucaristía? Por sus frutos los conoceréis. Quizás nos puede servir para este examen los frutos que enumera san Pablo en la segunda lectura: 1/ «Desterrad de vosotros la ira, los enfados e insultos y toda la maldad.» ¿Hemos conseguido esto después de un montón de años comulgando? 2/ «Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo». ¿Hasta dónde llega nuestro perdón? Y 3/ «Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros». Esto es lo que profesamos al tomar la hostia consagrada, pero ¿es sólo un dicho sin contenido?
Conclusión: Lo que agrada y lo que compromete.
En el altar no sólo ponemos el cuerpo de Cristo, ponemos también su entrega generosa a la muerte por nosotros, y el participar de la Eucaristía por la comunión es un compromiso de imitar en la medida de nuestras posibilidades esta entrega a los hermanos, no sea que aceptemos de la comunión sólo lo que nos conviene y dejemos de lado lo que nos compromete. Al dejar una parte, dejaríamos el todo.
Antonio Troya Magallanes, nace en San Fernando (Cádiz), el 28 de diciembre del año 1927, un cura al que a muchos nos ha alegrado conocer y a los que a muchos nos ha dejado una gran huella de humanidad. Fiel defensor del Concilio Vaticano II, su labor pastoral y su compromiso evangélico y social chocó con una sociedad autoritaria y caciquil.
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Antonio Troya Magallanes, su perfil como sacerdote a través de sus homilías:
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Antonio Troya Magallanes, nombrado “hijo adoptivo de Puerto Real”:
https://www.puertorealhoy.es/antonio-troya-maruja-mey-seran-nombrados-nuevos-hijos-adoptivos-puerto-real
Antonio Troya Magallanes, perfil sacerdotal (Pág. 23), por JAHG:
http://www.obispadocadizyceuta.es/wp-content/uploads/2003/07/BOO2541-Julio-Agosto-2003.pdf
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