El amor es la clave suprema.
Si analizamos nuestras experiencias diarias descubrimos que el amor está presente en nuestras actividades, en nuestros proyectos y en nuestros recuerdos, y que también es –debería ser- el motor de nuestros impulsos y de nuestros gestos por muy superficiales que, a simple vista, nos parezcan. El rastro del amor está –debería estar- presente en los actos cotidianos como, por ejemplo, cuando intentamos comprender los comportamientos automáticos complacientes o las reacciones agresivas de nuestros conciudadanos. Podemos identificarlo en nuestra contemplación de los paisajes o en nuestras miradas a las personas con las que nos cruzamos por la calle.
En mi opinión, el amor –en cualquiera de sus versiones- debería constituir la base permanente de los diferentes comportamientos éticos, sociales y políticos, y, por supuesto, la clave de las creaciones artísticas y poéticas. Estoy convencido de que, además, podría ser el mejor criterio para evaluar nuestras propias creencias ideológicas, sociales y religiosas. Creo que podría –debería- ser la pauta fundamental para interpretar el verdadero significado de esas palabras que repetimos de manera automática en nuestros juicios sobre los comportamientos humanos como, por ejemplo, justicia, solidaridad, beneficencia, afecto o, incluso, caridad.
Sigo pensando que el pensamiento realmente amoroso sigue siendo revolucionario y que, en algunos casos, es inédito a pesar de muchos de los hábitos, pancartas, escudos o insignias que lucimos y, por supuesto, a pesar de los versos que, a veces, componemos. Estoy convencido, sin embargo, de que, para creer y, sobre todo, para crear, es imprescindible amar.
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