DOMINGO VIGESIMOOCTAVO
DEL TIEMPO ORDINARIO
(10 de octubre de 2021)
Introducción: el desasimiento de lo temporal.
Creo que no nos será difícil identificarnos con aquel fulano que sale al encuentro con Jesús. Nosotros, como él, queremos la vida eterna y buscamos la manera de llegar a ella; nosotros desde pequeños hemos cumplido los mandamientos –con algunos pequeños fallos–, nosotros sentimos en nuestro interior la sensación de que algo nos puede faltar. Y hoy le vamos a preguntar a Jesús qué es lo que nos falta. Exactamente como aquel individuo. Jesús, al contestarle, no se va por las ramas: adivina que su interlocutor está demasiado apegado a sus riquezas y le dice escuetamente: «Anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo». Para llegar a Dios –Dios es la vida eterna– hay que estar desasido de lo temporal, y no hay mejor desasimiento que renunciar a ello.
1. Todos tenemos una misión que realizar aquí.
Es verdad que la conciencia no nos acusa de importantes fallos en el cumplimiento de los diez mandamientos, somos personas honradas y decentes y siempre hemos intentado cumplirlos, pero, ¿no nos faltará algo? Y ese algo es sin duda nuestra respuesta positiva a aquello que Dios nos ha encomendado particularmente a cada uno de nosotros. Quizás nunca nos hemos preguntado: ¿Para qué nos ha traído Dios a este mundo? Y es bueno que alguna vez lo hagamos, porque presentarse en la otra vida sin haber cumplido aquello para lo que vinimos a ésta no debe ser muy agradable. A aquel individuo Dios le había dado las riquezas para que ayudara a los necesitados, ¡y no se había dado cuenta! Su corazón, sin embargo, se había apegado tanto a sus bienes temporales que, cuando descubre que tiene que dejarlos, se echa para atrás, ya parece que hasta languidece aquel deseo de conseguir la salvación. Nos puede pasar a nosotros algo igual: estamos muy tranquilos y sosegados en nuestra indolencia y no nos preocupamos de cumplir la misión que, al traernos a este mundo, nos encomendaron; hasta nos hemos apegado tanto a los medios que Dios nos ha dado para ello que los consideramos propiedad inalienable nuestra: es nuestro y no estamos dispuestos a emplearlo a favor de los hermanos. Pues hay que cambiar de conducta: nuestros bienes –los talentos que Dios nos ha dado– son para nosotros, pero tienen asignada una misión, y esta misión han de cumplirla, ¡para eso estamos en el mundo!
2. Además de nuestra misión particular, atender a los necesitados y anunciar la palabra a quienes no la hayan recibido.
Y no tenemos que calentarnos mucho la cabeza para descubrir nuestra misión: las circunstancias especiales de nuestra vida nos la ponen por delante; es cuestión de entregarse a ella con entusiasmo. Sin olvidar que hay muchos necesitados que dependen para su subsistencia de lo que nosotros hemos recibido; y existen también otros que no recibirán nunca la palabra de la salvación si nosotros –yo en concreto– no se la acercamos.
Conclusión: Vivamos lo que comemos.
Y ahora hacemos presente en el altar un ejemplo inigualable: Jesús ha puesto a nuestro servicio su comodidad, su honra, su fama, su cuerpo y ¡hasta su Madre! ¡Podemos comulgar su cuerpo sin aceptar imitarlo en su vida? De nada vale una comunión que no nos haga semejante a Él en todo. Para eso se quedó en nuestra mesa.
Creo que no nos será difícil identificarnos con aquel fulano que sale al encuentro con Jesús. Nosotros, como él, queremos la vida eterna y buscamos la manera de llegar a ella; nosotros desde pequeños hemos cumplido los mandamientos –con algunos pequeños fallos–, nosotros sentimos en nuestro interior la sensación de que algo nos puede faltar. Y hoy le vamos a preguntar a Jesús qué es lo que nos falta. Exactamente como aquel individuo. Jesús, al contestarle, no se va por las ramas: adivina que su interlocutor está demasiado apegado a sus riquezas y le dice escuetamente: «Anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo». Para llegar a Dios –Dios es la vida eterna– hay que estar desasido de lo temporal, y no hay mejor desasimiento que renunciar a ello.
1. Todos tenemos una misión que realizar aquí.
Es verdad que la conciencia no nos acusa de importantes fallos en el cumplimiento de los diez mandamientos, somos personas honradas y decentes y siempre hemos intentado cumplirlos, pero, ¿no nos faltará algo? Y ese algo es sin duda nuestra respuesta positiva a aquello que Dios nos ha encomendado particularmente a cada uno de nosotros. Quizás nunca nos hemos preguntado: ¿Para qué nos ha traído Dios a este mundo? Y es bueno que alguna vez lo hagamos, porque presentarse en la otra vida sin haber cumplido aquello para lo que vinimos a ésta no debe ser muy agradable. A aquel individuo Dios le había dado las riquezas para que ayudara a los necesitados, ¡y no se había dado cuenta! Su corazón, sin embargo, se había apegado tanto a sus bienes temporales que, cuando descubre que tiene que dejarlos, se echa para atrás, ya parece que hasta languidece aquel deseo de conseguir la salvación. Nos puede pasar a nosotros algo igual: estamos muy tranquilos y sosegados en nuestra indolencia y no nos preocupamos de cumplir la misión que, al traernos a este mundo, nos encomendaron; hasta nos hemos apegado tanto a los medios que Dios nos ha dado para ello que los consideramos propiedad inalienable nuestra: es nuestro y no estamos dispuestos a emplearlo a favor de los hermanos. Pues hay que cambiar de conducta: nuestros bienes –los talentos que Dios nos ha dado– son para nosotros, pero tienen asignada una misión, y esta misión han de cumplirla, ¡para eso estamos en el mundo!
2. Además de nuestra misión particular, atender a los necesitados y anunciar la palabra a quienes no la hayan recibido.
Y no tenemos que calentarnos mucho la cabeza para descubrir nuestra misión: las circunstancias especiales de nuestra vida nos la ponen por delante; es cuestión de entregarse a ella con entusiasmo. Sin olvidar que hay muchos necesitados que dependen para su subsistencia de lo que nosotros hemos recibido; y existen también otros que no recibirán nunca la palabra de la salvación si nosotros –yo en concreto– no se la acercamos.
Conclusión: Vivamos lo que comemos.
Y ahora hacemos presente en el altar un ejemplo inigualable: Jesús ha puesto a nuestro servicio su comodidad, su honra, su fama, su cuerpo y ¡hasta su Madre! ¡Podemos comulgar su cuerpo sin aceptar imitarlo en su vida? De nada vale una comunión que no nos haga semejante a Él en todo. Para eso se quedó en nuestra mesa.
Antonio Troya Magallanes, nace en San Fernando (Cádiz), el 28 de diciembre del año 1927, un cura al que a muchos nos ha alegrado conocer y a los que a muchos nos ha dejado una gran huella de humanidad. Fiel defensor del Concilio Vaticano II, su labor pastoral y su compromiso evangélico y social chocó con una sociedad autoritaria y caciquil.
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Antonio Troya Magallanes, su perfil como sacerdote a través de sus homilías:
https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/6299157.pdf
Antonio Troya Magallanes, nombrado “hijo adoptivo de Puerto Real”:
https://www.puertorealhoy.es/antonio-troya-maruja-mey-seran-nombrados-nuevos-hijos-adoptivos-puerto-real
Antonio Troya Magallanes, perfil sacerdotal (Pág. 23), por JAHG:
http://www.obispadocadizyceuta.es/wp-content/uploads/2003/07/BOO2541-Julio-Agosto-2003.pdf
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Antonio Troya Magallanes, nombrado “hijo adoptivo de Puerto Real”:
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Antonio Troya Magallanes, perfil sacerdotal (Pág. 23), por JAHG:
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