Pandemia y Renovacion Eclesial
¿Cómo la nueva situación provocada por la pandemia del coronavirus podrá afectar a la Iglesia, a su estructura, su liturgia, su presencia y su acción en la sociedad en el momento presente y en el futuro? Se está diciendo que la actual situación no se resolverá devolviéndonos al mismo modo anterior de vida, de estructuración económica y social, explotadora de la naturaleza y de la propia humanidad, generadora de destrucción ecológica y de depauperación humana.
Abundan propuestas que reclaman el paso de una Iglesia eclesiocentrica y sacramentalista a una Iglesia samaritana, al servicio de la gente “necesitada” en los múltiples aspectos. Se subraya que ya no se trataría de poner el acento prioritariamente en el culto y en sus celebraciones masivas -aunque en tantas zonas del mundo ha bajado a mínimos la “práctica religiosa”-, sino de priorizar la acción evangelizadora de liberación de los pobres y oprimidos -en la línea de Lc4,18-19; Mt 11,4-5, que se concretaría hoy en la dedicación mayoritaria de toda la Iglesia -de las comunidades cristianas- a la promoción humana, a la liberación y sostenimiento de los pobres y a la transformación de las estructuras socio-económico- políticas de la sociedad y del mundo.
Habría que promover la configuración de comunidades cristianas -con mayor o menor número de miembros-, que se organicen para, de modo presencial o virtual, realizar actividades de solidaridad y promoción humana cultural/social/política, desde la opción evangélica primera por los empobrecidos y oprimidos. Junto con acciones internas en la propia comunidad de formación, y oración/celebración, sin tanto formulario y protocolo, de la forma más sencilla, espontánea y participativa. La comunidad deberá tener la palabra y la decisión operativa, con presbítero o sin presbítero. Comunidades humildes y sencillas, pero no resignadas ni calladas, sino locuaces con mensajes y signos de liberación y renovación.
Existen y brotan continuamente movimientos y asociaciones de diversos tipos y con objetivos definidos, que se unen y reúnen por necesidades y finalidades específicas, en las que sus miembros se sienten identificados e implicados en programaciones operativas y acciones concretas de carácter propositivo o reivindicativo, con un mínimo de estructura directiva y de requisitos formales y burocráticos; con una dinámica interna plenamente participativa; y sostenidas económicamente por las aportaciones de sus propios miembros.
La Iglesia tiene una perspectiva y una finalidad mucho más amplia y global (su mensaje se extiende a todas las dimensiones de la vida), pero ha de tender a simplificar y concretizar su vida y su acción. Ha de ser mucho más operativa. Ha de dedicar la mayor parte de sus energías, de su tiempo, de su acción y, por supuesto, de sus recursos económicos, al servicio de los empobrecidos (de dentro y de fuera de la comunidad) y de la transformación de la sociedad de acuerdo con el proyecto evangélico de humanidad. La Oración y la Eucaristía son, sin duda, el alma de toda esa dinámica activa de la Iglesia, pero como la comida -en la Iglesia, comida del Pan de Vida, Jesucristo entregado hasta la muerte- que resulta imprescindible para alimentarse y, de ese modo, poder dedicar el tiempo y el trabajo al servicio liberador y evangelizador de las personas y de la sociedad.
Quizás sea este el camino y el modo de renovación de la Iglesia y de compromiso evangelizador acorde al momento en que vivimos y a la llamada renovadora del Espíritu. Sin desestimar tanta acción solidaria y promocional que está llevando a cabo la Iglesia a través de Cáritas y otras instituciones, la mayoría de los cristianos no nos sentimos implicados en la realidad socio-económico-política (ni siquiera en los ámbitos más cercanos y locales) que estamos viviendo, con aspectos tan preocupantes y crecientes como los populismos, nacionalismos e imperialismos de poder político y de preeminencia capitalista.
No se lleva a cabo en el conjunto de la Iglesia el debido discernimiento evangélico de la realidad y el compromiso claro de palabra y de obra hacia la misma. Incluso, entre los pastores de la Iglesia (cardenales, obispos, presbíteros), la mayoría carecen de una actitud evangélica y de una línea profética, dejando casi solo al Papa Francisco en su apuesta por una Iglesia pobre y de/para los pobres, una Iglesia en salida, hospital de campaña en un mundo violento y excluyente (de descarte de la mayoría empobrecida y de expoliación de la naturaleza).
Se trataría, en fin, de recuperar la originalidad y frescura de Jesús y su Buena Noticia, que, a la vez que formaba a sus discípulos y oraba y comía con ellos, dejando todo y compartiendo todo, se dedicaban al encuentro y al servicio del pueblo. Como luego hicieron las primeras comunidades cristianas.
Aceptar este talante, supondrá también aligerar la estructura clerical y patrimonial de la Iglesia. Del protagonismo clerical habría que pasar al protagonismo “popular”, comunitario. Ello conllevaría cambios muy amplios y significativos, que mudarían el rostro interno y público de la Iglesia. En una línea de pobreza, sencillez, humildad, transparencia, servicio, libertad y testimonio (martirio) profético y evangelizador.
Abundan propuestas que reclaman el paso de una Iglesia eclesiocentrica y sacramentalista a una Iglesia samaritana, al servicio de la gente “necesitada” en los múltiples aspectos. Se subraya que ya no se trataría de poner el acento prioritariamente en el culto y en sus celebraciones masivas -aunque en tantas zonas del mundo ha bajado a mínimos la “práctica religiosa”-, sino de priorizar la acción evangelizadora de liberación de los pobres y oprimidos -en la línea de Lc4,18-19; Mt 11,4-5, que se concretaría hoy en la dedicación mayoritaria de toda la Iglesia -de las comunidades cristianas- a la promoción humana, a la liberación y sostenimiento de los pobres y a la transformación de las estructuras socio-económico- políticas de la sociedad y del mundo.
Habría que promover la configuración de comunidades cristianas -con mayor o menor número de miembros-, que se organicen para, de modo presencial o virtual, realizar actividades de solidaridad y promoción humana cultural/social/política, desde la opción evangélica primera por los empobrecidos y oprimidos. Junto con acciones internas en la propia comunidad de formación, y oración/celebración, sin tanto formulario y protocolo, de la forma más sencilla, espontánea y participativa. La comunidad deberá tener la palabra y la decisión operativa, con presbítero o sin presbítero. Comunidades humildes y sencillas, pero no resignadas ni calladas, sino locuaces con mensajes y signos de liberación y renovación.
Existen y brotan continuamente movimientos y asociaciones de diversos tipos y con objetivos definidos, que se unen y reúnen por necesidades y finalidades específicas, en las que sus miembros se sienten identificados e implicados en programaciones operativas y acciones concretas de carácter propositivo o reivindicativo, con un mínimo de estructura directiva y de requisitos formales y burocráticos; con una dinámica interna plenamente participativa; y sostenidas económicamente por las aportaciones de sus propios miembros.
La Iglesia tiene una perspectiva y una finalidad mucho más amplia y global (su mensaje se extiende a todas las dimensiones de la vida), pero ha de tender a simplificar y concretizar su vida y su acción. Ha de ser mucho más operativa. Ha de dedicar la mayor parte de sus energías, de su tiempo, de su acción y, por supuesto, de sus recursos económicos, al servicio de los empobrecidos (de dentro y de fuera de la comunidad) y de la transformación de la sociedad de acuerdo con el proyecto evangélico de humanidad. La Oración y la Eucaristía son, sin duda, el alma de toda esa dinámica activa de la Iglesia, pero como la comida -en la Iglesia, comida del Pan de Vida, Jesucristo entregado hasta la muerte- que resulta imprescindible para alimentarse y, de ese modo, poder dedicar el tiempo y el trabajo al servicio liberador y evangelizador de las personas y de la sociedad.
Quizás sea este el camino y el modo de renovación de la Iglesia y de compromiso evangelizador acorde al momento en que vivimos y a la llamada renovadora del Espíritu. Sin desestimar tanta acción solidaria y promocional que está llevando a cabo la Iglesia a través de Cáritas y otras instituciones, la mayoría de los cristianos no nos sentimos implicados en la realidad socio-económico-política (ni siquiera en los ámbitos más cercanos y locales) que estamos viviendo, con aspectos tan preocupantes y crecientes como los populismos, nacionalismos e imperialismos de poder político y de preeminencia capitalista.
No se lleva a cabo en el conjunto de la Iglesia el debido discernimiento evangélico de la realidad y el compromiso claro de palabra y de obra hacia la misma. Incluso, entre los pastores de la Iglesia (cardenales, obispos, presbíteros), la mayoría carecen de una actitud evangélica y de una línea profética, dejando casi solo al Papa Francisco en su apuesta por una Iglesia pobre y de/para los pobres, una Iglesia en salida, hospital de campaña en un mundo violento y excluyente (de descarte de la mayoría empobrecida y de expoliación de la naturaleza).
Se trataría, en fin, de recuperar la originalidad y frescura de Jesús y su Buena Noticia, que, a la vez que formaba a sus discípulos y oraba y comía con ellos, dejando todo y compartiendo todo, se dedicaban al encuentro y al servicio del pueblo. Como luego hicieron las primeras comunidades cristianas.
Aceptar este talante, supondrá también aligerar la estructura clerical y patrimonial de la Iglesia. Del protagonismo clerical habría que pasar al protagonismo “popular”, comunitario. Ello conllevaría cambios muy amplios y significativos, que mudarían el rostro interno y público de la Iglesia. En una línea de pobreza, sencillez, humildad, transparencia, servicio, libertad y testimonio (martirio) profético y evangelizador.
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