Todos sabemos que, a veces, es necesario gritar, llorar o protestar para desahogarnos, para aliviarnos de esa presión interior que nos provoca una injusticia flagrante, un reproche inmerecido o un trato vejatorio; las agresiones, efectivamente, reclaman una compensación biológica, psicológica y social que reestablezca el equilibrio emocional. Hemos de evitar, sin embargo, que la reacción, en vez de curarnos el daño causado, agrave nuestro mal y nos despierte un virus tan mortífero, tan homicida y tan suicida como es el odio, cuyo germen aletargado llevamos todos en los pliegues de nuestras entrañas.
Quizás sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera y hasta furia, pero el odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un sentimiento permanente e intenso, que genera ideas que nos empujan a hacer daño, a destruir, a aniquilar al adversario haciéndolo desaparecer de la realidad y hasta del recuerdo.
En los deportes, en la política y en la religión es frecuente que definamos a los adversarios -a los otros, a los diferentes- como la encarnación del mal radical y que, por eso, los demonicemos y los pintemos como figuras monstruosas. No advertimos que las raíces del mal y del odio están también ocultas en el interior de nuestros propios corazones. Poner todo el mal en un platillo -el de los otros- es librarse inútilmente de un peso que cada uno de nosotros hemos de soportar.
Quizás sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera y hasta furia, pero el odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un sentimiento permanente e intenso, que genera ideas que nos empujan a hacer daño, a destruir, a aniquilar al adversario haciéndolo desaparecer de la realidad y hasta del recuerdo.
En los deportes, en la política y en la religión es frecuente que definamos a los adversarios -a los otros, a los diferentes- como la encarnación del mal radical y que, por eso, los demonicemos y los pintemos como figuras monstruosas. No advertimos que las raíces del mal y del odio están también ocultas en el interior de nuestros propios corazones. Poner todo el mal en un platillo -el de los otros- es librarse inútilmente de un peso que cada uno de nosotros hemos de soportar.
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