El medio siglo transcurrido desde la toma de posesión como Obispo Titular de la Diócesis de Cádiz y Ceuta nos proporciona una oportunidad propicia para recordar y para agradecer la figura de don Antonio Añoveros, un hombre bueno, sencillo y generoso, un "Obispo-Párroco", que recorría las calles y las plazas, que entraba en los domicilios de sus feligreses y que, abierto permanentemente al diálogo, escuchaba atentamente a los sacerdotes, conversaba cordialmente con las gentes más sencillas y atendía amorosamente a los más necesitados. El principio en el que apoyaba toda su doctrina -esquemática y clara- y el criterio -flexible y cambiante- que orientaba sus tareas y determinaba la validez de sus actividades episcopales eran eminentemente apostólicos entendiendo por tales la fidelidad a las exigencias evangélicas y la atención a las demandas reales y a las necesidades concretas de los fieles.
Recordamos cómo desarrolló una pastoral por él denominada “de conjunto”, tratando siempre de responder con hechos comprometidos, con palabras claras y con gestos elocuentes a los problemas concretos de las personas concretas con las que diariamente se entrevistaba. Somos muchos los que hablábamos con él durante sus paseos por las calles Columela, San Francisco, por la Plaza de San Juan de Dios e, incluso, por el Mercado Central y por los Baratillos, donde contrastaba informaciones y opiniones sobre las infraviviendas, la carestía de la vida, la educación de la niñez y de la juventud, y sobre las consecuencias del paro. Llamaron positivamente la atención cómo, por ejemplo, viajaba en barcos pesqueros y visitaba asiduamente, no sólo a los enfermos del Hospital Mora y a los ancianos de las Hermanitas de los Pobres, sino también a los que convalecían en sus hogares.
D. Antonio Añoveros Ataún en una conferencia cuaresmal en el año 1963 en la E.N.BAZÁN, siendo todavía obispo auxiliar.
El Evangelio -repetía con frecuencia- no sólo es un contenido, sino también un estilo. Por eso él se esforzó en sustituir todos los símbolos de poder, de dominio, de grandeza, de dignidad, de lujo, de importancia, de brillo y de riqueza. Por eso, prefirió para vivir un apartamento a un palacio, para viajar el tren al avión, para vestir el color negro al rojo y para cubrirse su calva, la boina al sombrero. Progresivamente fue pasando del sermón a la homilía, a la plática, al coloquio y al diálogo. Los términos abstractos -"salvación", "abnegación", "esperanza"...- se convirtieron en palabras concretas: hablaba del vecino de al lado, del sueldo injusto, de la vivienda insuficiente, del campo abandonado. Su público interlocutor se fue reduciendo hasta encontrar a la persona. "Es ahí donde tenemos que sembrar", "ahí donde se sufre y se disfruta", "donde se ama y se odia", "donde se cree y se espera".
Y es que, en el fondo de sus palabras, se traslucía su convicción de que era más fecunda la oración que los discursos grandilocuentes y, por eso, con sus actitudes y con sus comportamientos pastorales trataba de traducir la paradoja original del mensaje evangélico que revela la trascendencia por medio de la encarnación, la liberación por medio de la pobreza y la salvación por medio de la debilidad. Por eso, cada final de año, además de revisar todos sus comportamientos como creyente, hacía balance económico para entregar a Caritas lo que le quedaba y partir de cero el primer día del nuevo año. ¡Cómo sintonizaría ahora con el Papa Francisco!
Recordamos cómo desarrolló una pastoral por él denominada “de conjunto”, tratando siempre de responder con hechos comprometidos, con palabras claras y con gestos elocuentes a los problemas concretos de las personas concretas con las que diariamente se entrevistaba. Somos muchos los que hablábamos con él durante sus paseos por las calles Columela, San Francisco, por la Plaza de San Juan de Dios e, incluso, por el Mercado Central y por los Baratillos, donde contrastaba informaciones y opiniones sobre las infraviviendas, la carestía de la vida, la educación de la niñez y de la juventud, y sobre las consecuencias del paro. Llamaron positivamente la atención cómo, por ejemplo, viajaba en barcos pesqueros y visitaba asiduamente, no sólo a los enfermos del Hospital Mora y a los ancianos de las Hermanitas de los Pobres, sino también a los que convalecían en sus hogares.
D. Antonio Añoveros Ataún en una conferencia cuaresmal en el año 1963 en la E.N.BAZÁN, siendo todavía obispo auxiliar.
El Evangelio -repetía con frecuencia- no sólo es un contenido, sino también un estilo. Por eso él se esforzó en sustituir todos los símbolos de poder, de dominio, de grandeza, de dignidad, de lujo, de importancia, de brillo y de riqueza. Por eso, prefirió para vivir un apartamento a un palacio, para viajar el tren al avión, para vestir el color negro al rojo y para cubrirse su calva, la boina al sombrero. Progresivamente fue pasando del sermón a la homilía, a la plática, al coloquio y al diálogo. Los términos abstractos -"salvación", "abnegación", "esperanza"...- se convirtieron en palabras concretas: hablaba del vecino de al lado, del sueldo injusto, de la vivienda insuficiente, del campo abandonado. Su público interlocutor se fue reduciendo hasta encontrar a la persona. "Es ahí donde tenemos que sembrar", "ahí donde se sufre y se disfruta", "donde se ama y se odia", "donde se cree y se espera".
Y es que, en el fondo de sus palabras, se traslucía su convicción de que era más fecunda la oración que los discursos grandilocuentes y, por eso, con sus actitudes y con sus comportamientos pastorales trataba de traducir la paradoja original del mensaje evangélico que revela la trascendencia por medio de la encarnación, la liberación por medio de la pobreza y la salvación por medio de la debilidad. Por eso, cada final de año, además de revisar todos sus comportamientos como creyente, hacía balance económico para entregar a Caritas lo que le quedaba y partir de cero el primer día del nuevo año. ¡Cómo sintonizaría ahora con el Papa Francisco!
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