Los hechos nos confirman que los años ya vividos y las experiencias acumuladas constituyen, más que tiempo gastado, un capital de recursos efectivos, de fértiles cosechas y de frutos maduros que, si los administramos con habilidad, están disponibles para que los aprovechemos y para que extraigamos todos sus jugos. Si seguimos aprovechando el tiempo, si cultivamos con esmero las semillas que encierran cada uno de los episodios vividos -tanto los gratos como los desagradables, tanto los exitosos como los frustrantes-, es probable que germinen y nos proporcionen conocimientos útiles y beneficiosos.
En contra de todas las apariencias, si nos empeñamos, es posible que los caminos ya recorridos nos descubran unos horizontes vitales más diáfanos, nos abran nuevas puertas y nos rompan ataduras convencionales. Maduramos humanamente cuando ensanchamos nuestra libertad para acercarnos a nuestra meta personal, para cumplir nuestra peculiar misión, para realizar nuestro proyecto inédito y para alcanzar ese bienestar razonable, necesario y, por lo tanto, posible.
Sin caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar las fórmulas eficaces para evitar que la desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con colores lúgubres, y, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos los gérmenes vitales -esa fe, esa esperanza y ese amor- que laten en el fondo de la existencia humana.
En contra de todas las apariencias, si nos empeñamos, es posible que los caminos ya recorridos nos descubran unos horizontes vitales más diáfanos, nos abran nuevas puertas y nos rompan ataduras convencionales. Maduramos humanamente cuando ensanchamos nuestra libertad para acercarnos a nuestra meta personal, para cumplir nuestra peculiar misión, para realizar nuestro proyecto inédito y para alcanzar ese bienestar razonable, necesario y, por lo tanto, posible.
Sin caer en ingenuos optimismos, hemos de buscar las fórmulas eficaces para evitar que la desolación pesimista nos contagie y tiña toda nuestra existencia con colores lúgubres, y, además, hemos de encontrar un acicate en el que agarrarnos y una clave que nos ayude a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de ese oscuro paisaje. Si las sombras y los nubarrones pueden servir para resaltar las luces y para aprovechar mejor los días soleados, la profundización en el dolor y en la miseria del mundo nos puede ayudar para que descubramos los gérmenes vitales -esa fe, esa esperanza y ese amor- que laten en el fondo de la existencia humana.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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