Las ansias incontroladas
de vivir en otros mundos
conducen, a veces,
a no vivir en ninguno.
Aunque parezca un simple juego literario, todos sabemos que es posible andar por la vida sin vivir. Todos conocemos a seres humanos que transitan por nuestras calles como si fueran muertos vivientes o vivos murientes. Las almas en pena no son creaciones de poetas o alucinaciones de amargas pesadillas, sino individuos reales que ensombrecen el horizonte, enfrían el ambiente y apenan el ánimo del vecindario. ¿Os habéis fijado cómo algunos, afligidos, disfrutan contando penas, narrando miserias y lamentado desgracias? ¡Por favor! No tratéis de consolarlos porque se sentirían ofendidos. El dolor, el sufrimiento y la angustia constituyen para ellos el ecosistema que, paradójicamente, los sostiene y los alimenta. Sin amarguras o sin tormentos, perderían los alicientes que los mantienen vivos-muertos y se difuminarían los estímulos que dan sentido a sus muertes-vidas.
Otros mortales, por el contrario, son todo juventud y vida, e, incluso, cuando fallecen, se despiden de nosotros sin haber llegado a envejecer. Todos conocemos a seres privilegiados que, tras prolongadas y dolorosas enfermedades, no son capaces de frenar su dinamismo juvenil; y no faltan quienes, postrados en el lecho, soportan durante larguísimos años agudos padecimientos sin que se les apague el entusiasmo vital. Mueren llenos aún de ganas de vivir y de hacer cosas: de seguir aprendiendo, de ser útiles a los demás. Se despiden de todos nosotros mostrando sus anhelos de que sigamos contando con ellos, con su tiempo y con sus experiencias que ofrecen sin esperar nada a cambio.
En mi opinión, el deporte, además de ser una estimulante terapia que fortalece el cuerpo y rejuvenece el espíritu, constituye una expresiva metáfora de la vida porque sirve para explicar el talante con el que debemos asumir los dolores. Hemos de ser como los deportistas que están perfectamente entrenados para perder y para ganar; hemos de sentirnos empujados por una voluntad de hierro; hemos de seguir corriendo con entusiasmo y con un afán constante de superación; hemos de ser esforzados y, en ocasiones, intrépidos, sin darnos nunca por vencidos.
Otros mortales, por el contrario, son todo juventud y vida, e, incluso, cuando fallecen, se despiden de nosotros sin haber llegado a envejecer. Todos conocemos a seres privilegiados que, tras prolongadas y dolorosas enfermedades, no son capaces de frenar su dinamismo juvenil; y no faltan quienes, postrados en el lecho, soportan durante larguísimos años agudos padecimientos sin que se les apague el entusiasmo vital. Mueren llenos aún de ganas de vivir y de hacer cosas: de seguir aprendiendo, de ser útiles a los demás. Se despiden de todos nosotros mostrando sus anhelos de que sigamos contando con ellos, con su tiempo y con sus experiencias que ofrecen sin esperar nada a cambio.
En mi opinión, el deporte, además de ser una estimulante terapia que fortalece el cuerpo y rejuvenece el espíritu, constituye una expresiva metáfora de la vida porque sirve para explicar el talante con el que debemos asumir los dolores. Hemos de ser como los deportistas que están perfectamente entrenados para perder y para ganar; hemos de sentirnos empujados por una voluntad de hierro; hemos de seguir corriendo con entusiasmo y con un afán constante de superación; hemos de ser esforzados y, en ocasiones, intrépidos, sin darnos nunca por vencidos.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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