Gracias. ¡Hasta mañana en el altar!
01 noviembre 2017 | Por Olga
En este bendito mes de noviembre, como dice el refranero (que empieza con tó los santos y acaba con san Andrés), en que la Iglesia nos anima a recordar y celebrar a nuestros santos –con altar o sin él– y a recordar y orar por nuestros difuntos, nosotros queremos recordar –es decir, volver a pasar por nuestro corazón– y orar por los hermanos que nos han dejado últimamente.
El 27 de marzo moría Ricardo Fernández, militante de Plasencia. Ricardo nació en una familia humilde y trabajadora. En su juventud participó en la JOC. En ella descubrió al Cristo sufriente en los parados, pobres y marginados. Estos dos principios de trabajador y cristiano marcarán ya para siempre su vida, también en la emigración. Su esposa Magdalena, sus hijas, yernos, nietos, hermanos, acompañaron su enfermedad, y vivieron con él la experiencia de que en nuestra debilidad, Dios se hace nuestra fortaleza.
Solo unos días después, el 31 de marzo, pasaba a la casa del Padre Jose Antonio Sánchez Jiménez, «el Bullicas», consiliario de la diócesis de Cartagena-Murcia, después de vivir estos últimos años una dolorosa enfermedad, pese a la cual seguía acompañando la vida de la HOAC, con sus ojillos vivos y su sonrisa de niño travieso. El año pasado celebrábamos y agradecíamos a Dios, en el transcurso de los cursos de verano, sus bodas de oro sacerdotales y la constante entrega de su vida.
En la madrugada del 24 de mayo fallecía, con tan solo 68 años de edad, José Antonio Felices Álvarez, que fue primer consiliario de la HOAC de Almería. Hablar de la HOAC de Almería, hablar de laicado y de Acción Católica en Almería, es hablar de José Antonio. Y hablar de José Antonio es hacerlo de su sempiterna sonrisa, de su humana dulzura, y de la conciencia de vivir siempre en la amorosa presencia de Dios. Con esa sonrisa, con esa dulzura, y con esa profunda fe, José Antonio acompañó y se dejó acompañar –también durante su corta enfermedad– por la HOAC, en su ministerio y en su vida.
El 30 de mayo, día de la fiesta de Canarias, nos dejó Juan Gómez, canario imborrable en nuestro corazón, militante de la hora primera en las islas. En su funeral decían que fue «un ogro bueno y circular». Quienes le conocimos podemos dar fe de ambas cosas. La bondad de Juan era inmensa, casi tanto como lo era él. Su amor a la HOAC, tan inmenso como su bondad, llega más allá de la muerte. Todos lo hemos experimentado.
Somos mujeres y hombres afortunados. Nos sentimos queridos y acompañados por Ricardo, por los dos José Antonios, por Juan, más allá de la muerte. Nuestro camino es más fácil ahora que hace unos meses. Nuestra fe puede ser más viva y más honda. Nuestro horizonte y nuestra esperanza más claros. Porque hemos crecido en la HOAC del cielo. Ahora somos cuatro más. Tenemos buenos intercesores a quienes seguir encomendando –junto a Guillermo, a Tomás, a Eugenio… y tantas mujeres y hombres a lo largo de setenta y un años de vida– nuestra vida y misión. No los desaprovechemos. Y no echemos a perder todo lo que ellos nos enseñan a ser.
Todos ellos son la nube de innumerables testigos que han abierto para nosotros el camino del seguimiento del Resucitado. De ellos aprendemos a vivir resucitados, a caminar en la esperanza, a valorar lo pequeño y cotidiano que construye futuro. La Resurrección es nuestro horizonte vital, el término de nuestra vida: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí (Jn 14, 6) dice Jesús. En estos hermanos nuestros encontramos las huellas que nos preceden en el camino y que nos permiten recorrer nuestra propia senda de seguimiento.
La Resurrección que ahora viven en plenitud fue haciéndose presente en sus vidas, en su oración, en la mesa compartida, en la fábrica y la parroquia, en el barrio y sus vecinos, en las luchas y las esperanzas, en medio de la reunión, en los fracasos cotidianos –pequeñas muertes– y en el recomenzar de nuevo –pequeñas resurrecciones– de cada día.
Orar por nuestros difuntos como hacemos cada día con la oración a Jesús Obrero, para que «descansen en paz» es reconocer a los santos obreros de a pie de obra, los que se fraguan en el corazón del mundo, en medio de la vida cotidiana, haciendo suyas las bienaventuranzas. Orar por nuestros difuntos es reconocer que nosotros estamos llamados a esa misma vida de santidad obrera. Siguen haciendo falta en la Iglesia santos obreros, para que podamos tomarnos de su mano y poder llegar también nosotros a la vera del Señor.
El mejor recuerdo y homenaje que podemos hacerles es conocer más vitalmente a Cristo; quererlo más y seguirle con fe. No nos quedemos en la alabanza de sus vidas. Decidámonos a seguir con ellos el camino hacia Dios, para que podamos ser los testigos del Resucitado que nuestras hermanas y hermanos necesitan. Nos lo recuerda el Evangelio (Lc 24, 5-6): no podemos buscar entre los muertos al que vive, porque ha resucitado. Tampoco a nuestros hermanos difuntos. Nos esperan en la vida.
Sigamos encontrándonos con ellos en las calles y plazas de nuestros barrios, en los lugares de trabajo, en la tarea cotidiana de acompañar la vida de las personas para ir construyendo juntos otra manera de sentir, de pensar y de vivir, que ponga humanidad en el mundo obrero.
Agradezcamos sus vidas y recordémoslos con amor, oremos por ellos, y acojamos su intercesión, vivamos con nuestros santos de a pie, porque eso nos ayuda y nos compromete a parecernos algo más a Dios.
En la esperanza, siempre, os decimos: gracias y ¡hasta mañana en el altar!, hermanos.
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