Hemos de encauzar a los poderosos para evitar sus desbordamientos
Aunque, dicho de una manera tan clara, nos puede resultar un juicio exagerado y sorprendente, lo cierto es que la ciencia, el arte, la economía e, incluso, la política, si las abandonamos a sus propias leyes, pueden resultar unas fuerzas destructoras: pueden ser homicidas y suicidas. Con esta afirmación tan tajante no sólo reconozco el hecho histórico tan repetido y tan lamentable de la existencia de científicos, de artistas, de economistas y de políticos que han utilizado sus respectivos poderes para destruir y para hacer daño, sino que, además, advierto que, por exigencias de su propia naturaleza, las fuerzas científicas, artísticas, económicas y políticas -todas fuerzas brutas- tienden a crecer y, en consecuencia, a destruir, a aprovecharse avariciosamente de los seres más débiles que encuentran a su paso. Ésta es la ley natural, la ley de la selva, la ley del más fuerte. La historia inhumana de la humanidad está plagada -como todos sabemos- de científicos crueles, de artistas perversos, de economistas ambiciosos y de políticos criminales.
En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra atención en el peligro que supone no dotar de unos frenos potentes ni de una orientación precisa a unos poderes que si los dejamos libres son amenazantes y mortíferos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer y a derrotar y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.
El avance de la ciencia, del arte, de la economía y de la política por sí solo carece de dirección prefijada y, en consecuencia, puede ser aprovechado para favorecer intereses contrapuestos. Todos sabemos que, por no perseguir fines propios, la energía atómica, un bello poema, un millón de euros o una ley aprobada por mayoría, pueden proporcionarnos un mayor nivel de bienestar individual o colectivo o conducirnos a la desgracia: pueden curarnos o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, pueden mejorar las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos, más esperanzados y más felices, pero también pueden destrozar vidas, arruinar famas, romper familias, destruir pueblos.
Por eso, a la hora de medir la eficacia de los poderes, es necesario que se tengan en cuenta los principios, los criterios y las pautas morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias y de abusos de poder. A la hora de enjuiciar las ventajas de la ciencia, del arte, de la riqueza o del poder político, hemos de calibrar en qué medida garantizan los bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la protección a los más débiles. Por eso, una sociedad responsable ha de tener cuidado en elegir para su gobierno, no sólo a los más listos, sino sobre todo, a los más honestos, a los más íntegros, a aquéllos ciudadanos que hayan dado pruebas irrefutables de sensibilidad moral.
En mi opinión, sin rencor, sin resentimiento y con serenidad, hemos de reconocer que hay personas malas, que carecen de conciencia moral y que, además, tienen malas ideas y mala leche; pero lo peor es cuando, además, tienen en sus manos las poderosas armas de la ciencia, del arte, del dinero o de la política, entonces pueden hacer un daño mortal.
En esta ocasión, sería conveniente que fijáramos nuestra atención en el peligro que supone no dotar de unos frenos potentes ni de una orientación precisa a unos poderes que si los dejamos libres son amenazantes y mortíferos. El poder, sea cual sea su naturaleza, tiende a imponerse, a vencer y a derrotar y, por eso, entre todos hemos de encauzarlo con el fin de evitar los desastres de los desbordamientos y de las desoladoras inundaciones.
El avance de la ciencia, del arte, de la economía y de la política por sí solo carece de dirección prefijada y, en consecuencia, puede ser aprovechado para favorecer intereses contrapuestos. Todos sabemos que, por no perseguir fines propios, la energía atómica, un bello poema, un millón de euros o una ley aprobada por mayoría, pueden proporcionarnos un mayor nivel de bienestar individual o colectivo o conducirnos a la desgracia: pueden curarnos o enfermarnos, prolongar nuestras vidas o cortarlas prematuramente, pueden mejorar las condiciones materiales para que nos sintamos más libres, más tranquilos, más esperanzados y más felices, pero también pueden destrozar vidas, arruinar famas, romper familias, destruir pueblos.
Por eso, a la hora de medir la eficacia de los poderes, es necesario que se tengan en cuenta los principios, los criterios y las pautas morales que, a lo largo de nuestra tradición occidental se han formulado tras largas y dolorosas experiencias de desórdenes, de injusticias y de abusos de poder. A la hora de enjuiciar las ventajas de la ciencia, del arte, de la riqueza o del poder político, hemos de calibrar en qué medida garantizan los bienes supremos de la vida, de la salud, del honor, de la familia, de la intimidad, de la libertad, de la igualdad, de la solidaridad e, incluso, de la protección a los más débiles. Por eso, una sociedad responsable ha de tener cuidado en elegir para su gobierno, no sólo a los más listos, sino sobre todo, a los más honestos, a los más íntegros, a aquéllos ciudadanos que hayan dado pruebas irrefutables de sensibilidad moral.
En mi opinión, sin rencor, sin resentimiento y con serenidad, hemos de reconocer que hay personas malas, que carecen de conciencia moral y que, además, tienen malas ideas y mala leche; pero lo peor es cuando, además, tienen en sus manos las poderosas armas de la ciencia, del arte, del dinero o de la política, entonces pueden hacer un daño mortal.
José Antonio Hernández Guerrero, reflexiona, semanalmente en nuestro “blog”, sobre las Claves del bienestar humano el sentido de la dignidad humana y el nuevo humanismo.
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por José Antonio Hernández Guerrero,
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