DOMINGO PRIMERO DE PASCUA
(4 de abril de 2021)
Introducción: La primera noticia a las mujeres.
Han pasado ya los dolores y sufrimientos, ha pasado la muerte: Cristo el Señor ha resucitado, el crucificado ha vuelto a la vida, aleluya, aleluya. Y curioso, la primera noticia va a las mujeres. Y lo han merecido: ellas acompañaron a Jesús durante sus últimas horas de vida, aunque a distancia, mientras los hombres estaban huidos, ellas van ahora en las tempranas horas del domingo a volver a embalsamar el cadáver del profeta, ellas muestran un amor al crucificado que no se encuentra en otra parte. Y ellas no sólo son las primeras en conocer la resurrección, sino que a ellas se les encomienda darlo a conocer a quienes están llamados a difundir la gran noticia por el mundo universo. A ellas no sólo se lo anuncia el ángel en el sepulcro, sino que el Resucitado en persona se les aparece en el camino vivo y glorioso: para que sean ante todos los primeros testigos de su resurrección.
1. El Crucificado vive, aleluya.
Pero nosotros, indiscretos, vamos a unirnos al grupo de las mujeres, vamos a entrar con ellas en el sepulcro ya que la losa que cubría el cuerpo muerto está movida y vamos a poner oído atento para escuchar las palabras del ángel: «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. HA RESUCITADO». Y el corazón se nos hincha de alegría, y nos entran unas inmensas ganas de saltar y de bailar. ¡Cristo vive! Ha dejado atrás la muerte, no sólo para Él, sino para todos los que crean en Él, para nosotros, que hemos creído. Aquí no vamos a unirnos a las mujeres que «salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían» Nooo… Nosotros vamos a proclamar a voz en grito, a diestro y a siniestro, que la salvación nos viene por la muerte del que ha resucitado de entre los muertos: Cristo Jesús, el Señor.
2. Conresucitados con Cristo.
Porque en Cristo hemos resucitado todos. Y, si hemos resucitado ya no tenemos que vivir anclados a los bienes perecederos de este mundo, tenemos que elevar nuestro corazón a los bienes del cielo, donde compartimos vida con el Resucitado. Si estamos ya sentados con Cristo a la derecha del Padre hemos de aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Nuestra morada es el cielo, aunque, mientras vivimos aquí, hemos de trabajar afanosamente por hacer de este planeta nuestro algo que se parezca un poco a nuestra morada celeste, algo que el Resucitado llamaba “el Reino de Dios”, un mundo donde el mandamiento del amor mutuo sea tan connatural a nosotros como el aire que respiramos. Un mundo en el que Dios sea lo primero y en cada uno de nuestros hermanos lo sirvamos. Porque ya hemos muerto a nosotros mismos y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Y «cuando aparezca Cristo, vida nuestra, también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en gloria». Se trata, pues, de vivir aquí, mientras Dios nos dé vida, pero viviendo también en nuestra patria del cielo, que Jesucristo nos ha conquistado con su muerte y resurrección. Somos ciudadanos de dos naciones y no podemos renunciar a ninguna de las dos ciudadanías. No podemos, porque una esté más cercana, prescindir de la otra, que, en definitiva, nos durará para siempre, porque la de aquí es pasajera.
Conclusión: Un adelanto del banquete celestial.
Y, para que no olvidemos esto, el Señor nos ha dejado participar ya desde ahora en los bienes celestes, presentes todos en la Eucaristía que celebramos: un banquete que nos ofrece Dios Padre, en el que se da como manjar Dios Hijo, y en el que nos unimos a ellos por el Amor Increado, que es el Espíritu Santo.
Han pasado ya los dolores y sufrimientos, ha pasado la muerte: Cristo el Señor ha resucitado, el crucificado ha vuelto a la vida, aleluya, aleluya. Y curioso, la primera noticia va a las mujeres. Y lo han merecido: ellas acompañaron a Jesús durante sus últimas horas de vida, aunque a distancia, mientras los hombres estaban huidos, ellas van ahora en las tempranas horas del domingo a volver a embalsamar el cadáver del profeta, ellas muestran un amor al crucificado que no se encuentra en otra parte. Y ellas no sólo son las primeras en conocer la resurrección, sino que a ellas se les encomienda darlo a conocer a quienes están llamados a difundir la gran noticia por el mundo universo. A ellas no sólo se lo anuncia el ángel en el sepulcro, sino que el Resucitado en persona se les aparece en el camino vivo y glorioso: para que sean ante todos los primeros testigos de su resurrección.
1. El Crucificado vive, aleluya.
Pero nosotros, indiscretos, vamos a unirnos al grupo de las mujeres, vamos a entrar con ellas en el sepulcro ya que la losa que cubría el cuerpo muerto está movida y vamos a poner oído atento para escuchar las palabras del ángel: «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. HA RESUCITADO». Y el corazón se nos hincha de alegría, y nos entran unas inmensas ganas de saltar y de bailar. ¡Cristo vive! Ha dejado atrás la muerte, no sólo para Él, sino para todos los que crean en Él, para nosotros, que hemos creído. Aquí no vamos a unirnos a las mujeres que «salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían» Nooo… Nosotros vamos a proclamar a voz en grito, a diestro y a siniestro, que la salvación nos viene por la muerte del que ha resucitado de entre los muertos: Cristo Jesús, el Señor.
2. Conresucitados con Cristo.
Porque en Cristo hemos resucitado todos. Y, si hemos resucitado ya no tenemos que vivir anclados a los bienes perecederos de este mundo, tenemos que elevar nuestro corazón a los bienes del cielo, donde compartimos vida con el Resucitado. Si estamos ya sentados con Cristo a la derecha del Padre hemos de aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Nuestra morada es el cielo, aunque, mientras vivimos aquí, hemos de trabajar afanosamente por hacer de este planeta nuestro algo que se parezca un poco a nuestra morada celeste, algo que el Resucitado llamaba “el Reino de Dios”, un mundo donde el mandamiento del amor mutuo sea tan connatural a nosotros como el aire que respiramos. Un mundo en el que Dios sea lo primero y en cada uno de nuestros hermanos lo sirvamos. Porque ya hemos muerto a nosotros mismos y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Y «cuando aparezca Cristo, vida nuestra, también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en gloria». Se trata, pues, de vivir aquí, mientras Dios nos dé vida, pero viviendo también en nuestra patria del cielo, que Jesucristo nos ha conquistado con su muerte y resurrección. Somos ciudadanos de dos naciones y no podemos renunciar a ninguna de las dos ciudadanías. No podemos, porque una esté más cercana, prescindir de la otra, que, en definitiva, nos durará para siempre, porque la de aquí es pasajera.
Conclusión: Un adelanto del banquete celestial.
Y, para que no olvidemos esto, el Señor nos ha dejado participar ya desde ahora en los bienes celestes, presentes todos en la Eucaristía que celebramos: un banquete que nos ofrece Dios Padre, en el que se da como manjar Dios Hijo, y en el que nos unimos a ellos por el Amor Increado, que es el Espíritu Santo.
Antonio Troya Magallanes, nace en San Fernando (Cádiz), el 28 de febrero del año 1927, un cura al que a muchos nos ha alegrado conocer y a los que a muchos nos ha dejado una gran huella de humanidad. Fiel defensor del Concilio Vaticano II, su labor pastoral y su compromiso evangélico y social chocó con una sociedad autoritaria y caciquil.
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Antonio Troya Magallanes, su perfil como sacerdote a través de sus homilías:
https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/6299157.pdf
Antonio Troya Magallanes, nombrado “hijo adoptivo de Puerto Real”:
https://www.puertorealhoy.es/antonio-troya-maruja-mey-seran-nombrados-nuevos-hijos-adoptivos-puerto-real
Antonio Troya Magallanes, perfil sacerdotal (Pág. 23), por JAHG:
http://www.obispadocadizyceuta.es/wp-content/uploads/2003/07/BOO2541-Julio-Agosto-2003.pdf
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