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martes, 19 de diciembre de 2023

«UNA NUEVA NAVIDAD EN LOS POBRES», por José Manuel Carrascosa Freire.




«Una nueva Navidad en los pobres».



Ahora que se acerca la Navidad he leído este texto reducido de un trabajo de Jon Sobrino que nos habla de un documento poco conocido “El Pacto de las catatumbas”, él mismo nos habla de lo escasa que era la preocupación por los pobres, durante los trabajos del Concilio Vaticano II, por parte de bastantes miembros del episcopado que asistieron al mismo.


Aunque también aquellos otros obispos que percibieron lo que el Papa Juan XXIII les trasmitía y que con valentía y compromiso propusieron a sus compañeros obispos: el compromiso por los pobres y la justicia necesaria hacia ellos, como respuesta a la llamada de Jesús de Nazaret.


Más la mayor cantidad de obispos que no siguieron la llamada del “Pacto de las Catatumbas”, me hace ver, lo que sucedería tras la celebración del Concilio Vaticano II, un progresivo alineamiento de los objetivos que pretendía el Concilio, los pobres no estaba prioritariamente en la Iglesia, salvo en la Iglesia de Iberoamérica con su “teología de la liberación”, en que incluso se trató de impedir su desarrollo por papas, como fueron Juan Pablo II y Benedicto XVI, y que, sólo gracias al Papa Francisco se trata de volver a lo que el Vaticano II trató de abrir la Iglesia al mundo y a los pobres cómo Francisco así lo anuncio cuando fue elegido papa “una Iglesia pobre y para los pobres” .

José Manuel Carrascosa Freire.
Pacto de las catacumbas. El impacto del pacto de las catacumbas en la Iglesia de hoy. Jon Sobrino, sj. Universidad Centroamericana. San Salvador.


“Poco antes del Concilio volvió a surgir con fuerza lo que en mi opinión es el problema histórico fundamental de una Iglesia que se remite a Jesús de Nazaret y que, en fe, confesamos como su cuerpo en la historia. Este problema fundamental es la relación de la Iglesia con los pobres reales, los que no dan la vida por supuesto, ni la seguridad, ni la dignidad.


Lo que acabamos de decir no es rutinario. Ni es una manera de defender la teología de la liberación, ni de apoyar al Papa Francisco, ni de recordar al pobre de Asís. Es central en nuestra fe. Jesús de Nazaret anunció la buena noticia a los pobres, y, escandalosamente, únicamente a los pobres. Y además los defendió y se enfrentó a los empobrecedores. Y por ello murió una muerte de esclavos, vil y muy cruel: fue crucificado.


En otro pasaje de los orígenes del cristianismo, no muy recordado pero muy importante, Pablo se defiende de los judeocristianos, que sospecharon mucho de él y nunca le dejaron en paz, con este argumento contundente: “en la reunión de Jerusalén solo nos pusieron una condición: que no olvidásemos a los pobres de Jerusalén”. Pablo lo cumplió a rajatabla, dio vueltas por el imperio recogiendo limosnas y volvió a Jerusalén, corriendo allí grandes peligros, para entregar las limosnas para aliviar a los pobres.


Desde sus orígenes en Jesús y en las comunidades de Pablo es esencial para la Iglesia hacer de los pobres reales una realidad central. Si los ignora, no es la Iglesia de Jesús.


1. Juan XXIII y el Concilio. “La Iglesia de los pobres”. 1962.

Un grupo de obispos retomaron el tema fundamental de la Iglesia y los pobres. Firmaron un pacto, no muy conocido, pero que estos días vuelve a salir a la luz. Fue un acontecimiento extraordinario, nada normal. Con este pacto quisieron apoyar al Papa Juan XXIII, y animarse unos a otros.


En efecto, poco antes de la inauguración del Vaticano II Juan XXIII había dicho en un radiomensaje, sosegada pero incisivamente, estas sorprendentes palabras:

“Para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y cómo quiere ser, como Iglesia de todos y, en particular, como la Iglesia de los pobres” ([1] 11 de septiembre, 1962).


Ya existían ideas e impulsos novedosos en esa dirección: los sacerdotes obreros en Francia con el apoyo del cardenal Suhard, voces del tercer mundo como la de Dom Helder Cámara en Brasil y la de monseñor Georges Mercier de los misioneros de África. Y es importante recordar que estos grupos también propugnaban una ruptura con la civilización del capitalismo con el que la Iglesia católica se había avenido a pactar.


Comenzado el concilio, otros obispos iban en la misma dirección. El cardenal Gerlier, arzobispo de Lyon, en una reunión en el colegio belga el 26 de octubre de 1962 habló del deber de la iglesia de adaptarse con la mayor sensibilidad posible al sufrimiento de muchísima gente. Refiriéndose a las tareas del concilio dijo:

“Si no examinamos y estudiamos esto, todo lo demás corre el riesgo de no valer para nada. Es indispensable que a esta Iglesia, que no quiere ser rica, la despojemos de todos los signos de riqueza. Es necesario que la Iglesia se presente como lo que es: la madre de los pobres, preocupada sobre todo por dar a sus hijos el pan del cuerpo y del alma” ([2] Citado en Giuseppe Alberigo, Historia del Concilio Vaticano II, edición española publicada por Peeters/Sígueme, 2002, pp. 197s.).


Y añadió las palabras citadas de Juan XXIII.


Sin embargo, el 6 de diciembre, dos meses después de comenzado el concilio, el cardenal Lercaro dijo con cierto patetismo:

“[Tras] dos meses de fatigas y de búsqueda verdaderamente generosa, humilde, libre y fraterna… todos sentimos que al Concilio le ha faltado hasta ahora algo”.


Y también él prosiguió con las palabras de Juan XXIII: “Si es la Iglesia de todos, hoy es especialmente ‘la Iglesia de los pobres” . Ese día un periodista comentó que “el gran momento de la sesión de hoy se ha vivido.


Durante la intervención del cardenal Lercaro. Se podía cortar el silencio con un cuchillo. Al término del discurso de Lercaro la asamblea conciliar estalló en aplausos .


Pero la Iglesia de los pobres no prosperó. Es una notoria laguna en el concilio, con importantes excepciones como la de Mons. Charles Marie Himmer, obispo de Tournai, quien dijo lapidariamente “primus locus in ecclesia pauperibus reservandus est”. Es importante reconocerlo. Y en mi opinión no hace ningún bien ignorarlo aduciendo textos por muy importantes que sean por otros capítulos. Uno de ellos es el de LG 8. La Iglesia debe “recorrer los mismos caminos de Cristo, quien realizó la obra de la redención en pobreza y persecución”. Debe imitar y seguir a Cristo, quien se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo (Fil 2, 6-7) y quien por nosotros siendo rico se hizo pobre (2Cor, 8-9), y por ello la Iglesia “no fue instituida para buscar la gloria humana, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo”. La Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad, pues “Cristo fue enviado a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos (Lc 4,18)”. Finalmente, el texto hace una importante afirmación sobre el lugar en que se puede encontrar a Cristo en la historia:

“la Iglesia reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y paciente”. Y sobre lo que hay que hacer con ellos: “se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo“ (LG 8).


El texto es magnífico, pero no aborda el ser pobre de la Iglesia en sus diversos ámbitos de realidad, ni lo que los pobres hacen por la Iglesia, ni el destino de persecución que le sobreviene por defender a los pobres, con la radicalidad con que le sobrevino a Jesús.


El segundo texto es el más citado.

“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias… sobre todo de los pobres y de cuantos sufren son gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS 1).


Es otro texto magnífico. Expresa lo que la Iglesia debe tener muy presente al estar en el mundo y ante el mundo, e implica en qué dirección ético-histórica debe moverse su misión. En el texto, sin embargo, no se dice cómo los pobres reales configuran a la Iglesia real en su identidad de Iglesia ni cómo la hacen ser sacramento de Jesús en la totalidad de sus dimensiones, ni cómo ellos son principios de salvación para la humanidad y para la Iglesia.


2. El pacto de las catacumbas. “Una Iglesia servidora y pobre”. 1965

En el Concilio varios obispos captaron pronto que para la mayoría de la asamblea una Iglesia volcada ella misma hacia los pobres en pobreza y sin poder no era asunto central. Los tiempos no estaban para eso. El grupo compartía la inspiración de Juan XXIII, y se reunió confidencialmente y con regularidad en Domus Mariae Domus Mariae a las afueras de Roma, evitando conscientemente dar la impresión de querer dar una lección a sus hermanos en el aula. Pensaron a fondo cómo debía ser la pobreza de la Iglesia. Y pocos días antes de la clausura del Concilio, el 16 de noviembre de 1965 cerca de 40 obispos celebraron una eucaristía en las catacumbas de santa Domitila .


Fue presidida por Monseñor Himmer, quien pronunció la homilía. Los obispos pidieron “ser fieles al espíritu de Jesús”, y al terminar la celebración firmaron lo que llamaron “pacto de las catacumbas: una Iglesia servidora y pobre” . El pacto era, objetivamente, un reto a los “hermanos en el episcopado” a llevar una vida de pobreza y a ser una Iglesia servidora y pobre. Y subjetivamente era una forma de animarse los firmantes, unos a otros, a cumplir una tarea nada fácil. Los signatarios, latinoamericanos, de otros lugares del mundo pobre, y también de países del primer mundo7, se comprometían a vivir ellos mismos en pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los pobres en el centro de su ministerio pastoral.


Así comienza el texto:

“Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos por los otros en una iniciativa en la que cada uno de nosotros ha evitado el sobresalir y la presunción […] con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo que sigue”.


El texto es magnífico, y varias cosas llaman poderosamente la atención.

Es importante recalcar este hecho. Hubo varios obispos latinoamericanos.

Los firmantes del pacto:

Brasil:
Dom Antônio Fragoso (Crateús-CE),

Don Francisco Mesquita Filho Austregésilo (Afogados da Ingazeira – PE),

Dom João Batista da Mota e Albuquerque, arzobispo de Vitória, ES,

P. Luiz Gonzaga Fernandes, que había de ser consagrado obispo auxiliar de Vitória

Dom Jorge Marcos de Oliveira (Santo André-SP),

Dom Helder Camara, obispo de Recife

Dom Henrique Golland Trindade, OFM, arzobispo de Botucatu, SP,

Dom José Maria Pires, arzobispo de Paraíba, PB.

Colombia:
Mons. Tulio Botero Salazar, arzobispo de Medellín

Mons. Antonio Medina Medina, obispo auxiliar de Medellín

Mons. Anibal Muñoz Duque, Obispo de Nueva Pamplona,

Mons. Raúl Zambrano de Facatativá

Mons. Angelo Cuniberti, vicario apostólico de Florencia.

Argentina:
Mons. Alberto Devoto de la diócesis de Goya

Mons. Vicente Faustino Zazpe de la diócesis de Rafaela

Mons. Juan José Iriarte de Reconquista

Mons. Enrique Angelelli, obispo auxiliar de Córdoba

Otros países de América Latina:
Mons. Alfredo Viola, obispo de Salto (Uruguay) y su auxiliar,

Mons. Marcelo Mendiharat, obispo auxiliar de Salto (Uruguay)

Mons. Manuel Larraín de Talca en Chile,

Mons. Gregorio McGrath Marco de Panamá (Diócesis de Santiago de Veraguas),

Mons. Leonidas Proaño en Riobamba, Ecuador

Francia:
Mons Guy Marie Riobé, obispo de Orleans,

Mons Gérard Huyghe, obispo de Arras,

Mons. Adrien Gand, obispo auxiliar de Lille

Otros países de Europa:
Mons. Charles Marie Himmer, obispo de Tournai, Bélgica,

Mons. Rafael González Moralejo, obispo auxiliar de Valencia, España,

Mons. Julius Angerhausen, obispo auxiliar de Essen, Alemania…

Mons. Luigi Betazzi, obispo auxiliar de Bolonia.

África:
Dom Bernard Yago, arzobispo de Abidjan, Costa de Marfil

Mons. José Blomjous, obispo de Mwanza, en Tanzania

Mons. Georges Mercier, obispo de Laghouat en el Sahara, África

Asia y América del Norte:
Mons. Hakim, obispo melquita de Nazaret,

Mons. Haddad, obispo melquita, auxiliar de Beirut, Líbano

Mons. Gérard Marie Coderre, obispo de Saint Jean de Quebec, Canadá,

Mons. Charles Joseph de Melckebeke, de origen un belga, obispo de Ningxia, China.

Estos datos han sido facilitados por José Oscar Beozzo.
La primera palabra del texto es de absoluta importancia: “nosotros”. Hablan, pues, obispos, pero no hablan doctrinalmente ni siquiera solo pastoralmente como obispos, sino –cosa rara– hablan personal y existencialmente. No hablan a otros ni de otros, sino hablan a sí mismos y de sí mismos. Y por la naturaleza del asunto, de lo que ellos hagan dependerá en buena medida que el pacto comience a ser fructífero o no.


Firmar ese pacto supone una sacudida importante para ellos y una llamada a su propia conversión. Tienen que pedir al Señor fuerza y energía para ellos mismos para actuar como Jesús. Desean que ese nuevo modo de vivir ellos como obispos anime a todos los demás, pero sin delegar en otros la exigencia de vivir en pobreza y servicio.


Enumeran su compromiso en 13 puntos, se obligan a sí mismos a su cumplimiento y lo hacen con palabras claras para que el texto no se evapore en palabras generales. Así se comprometen a vivir ellos mismos la pobreza real de las mayorías y a sufrir los menosprecios que ocasiona la pobreza real. Y lo deciden, no por razones ascéticas, sino para incorporar e introducir la pobreza real de la humanidad al interior de la Iglesia (nn.1-5). Exigen evitar favoritismos hacia los ricos (n. 6), y luchar en favor de la justicia y la caridad (n. 9). Animan a que los gobernantes pongan en práctica leyes, estructuras e instituciones en favor de la justicia, la igualdad, el desarrollo armónico (n.10). Hacia el final constatan el hecho de que en el mundo existen “mayorías en miseria física, cultural y moral, dos tercios de la humanidad”. Y recalcan el discurso de Pablo VI en Naciones Unidas, exigiendo estructuras económicas “que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico” (n.11). Si se me permite dar ya un salto de cincuenta años, estas palabras de aquellos obispos son de absoluta actualidad para que sean escuchadas y puestas en práctica por Naciones Unidas, Estados Unidos, la OEA, la Comunidad Europea…


El texto del pacto termina con el compromiso a compartir con todos los seres humanos y ser acogedores de todos ellos (n.12), y a dar a conocer el pacto a sus diocesanos, pidiendo su comprensión, colaboración y oraciones.


El pacto de las catacumbas ha sido raíz de reflexiones y textos posteriores. Pero no hay que olvidar que exige a los obispos –a todos– una decisión existencial a ponerlo en práctica personalmente”.



José Manuel Carrascosa Freire, presidente diocesano de la HOAC (de 2014 a 2019), Representante de la HOAC en el Secretariado diocesano de Pastoral Obrera y Coordinador del Sector 2: «Paro, pobreza marginación y exclusión social generadas por el mercado de trabajo».


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